Inicio

Meditaciones vallisoletanas

2 comentarios

Sábado 13 de febrero, 20:00 horas. Museo Nacional de Escultura, Colegio de San Gregorio, Valladolid. Ciclo «Nada temas, dice ella». Diego Fernández Magdaleno (piano), Meditaciones. Obras de Fenton, Sardà, J. Alain, Kurtág, Joaquín Díaz, S. Bainbridge, Lully, H. Skempton, Benet Casablancas, Cruz de CastroFederico OlmedaTeresa Catalán, Francisco García Álvarez, C. Halfter, Marais, A. Grèbol y Edward Ivory. Entrada: 10 €.

Entrar en la capilla del Colegio de San Gregorio impacta por cierta austeridad unida a la comodidad de unas sillas confortables y una calefacción radiante, espacio ideal para asistir a un concierto, donde el piano, flanqueado por los primeros Duques de Lerma como magníficos orantes de Pompeo Leoni llamaban a una primera meditación de la fría tarde de sábado en Pucela.

Con el programa en la mano impresionaba ver nada menos que veinte obras de compositores variados, casi todos actuales, organizados en cuatro meditaciones, un verdadero alarde de originalidad en la composición de cada bloque con el nexo de György Kurtág (1926) en todos ellos y pinceladas históricas intercaladas entre los actuales, como notándose la faceta docente del maestro Diego Fernández Magdaleno (1971) que es capaz de preparar conciertos siempre únicos y muy trabajados en el marco ideal, como el reciente del Instituto Cervantes de París, esta vez con unas músicas para meditar no ya sobre Santa Teresa sino sobre nuestra historia, también la musical, incluso de la actualidad plegada a pie de calle.
Porque el pianista riosecano, Premio Nacional de Música 2010, un humanista de nuestro tiempo, escritor y músico, hila siempre fino y sabe engarzar verdaderas perlas buscando ofrecer momentos para meditar, un embajador de nuestros compositores vivos, equiparándolos con los eternos y los olvidados, igualando en la música categorías vanales de prioridades o gustos para defender partituras con un dominio y expresión como sólo Diego Fernández Magdaleno es capaz de interpretar. Incluso el nexo Kurtàg cuyos 90 años podemos comenzar a celebrar toda esta temporada, esperando siga regalándonos obras como las escuchadas este sábado.

«Meditación I» uniendo ingredientes aparentemente incompatibles pero cocinados en el orden perfecto para este primer pensamiento de atemporalidad, comenzando con un Veni Sancte Spiritus espiritual de George Fenton (1950), seguido por Amor y humor de Albert Sardà (1943), donde la fuerza de los sentimientos toma forma en una ejecución impactante estrenada por el propio painista vallisoletano, un breve respiro «organístico» con El niño Jesús va a la escuela de Jehan Alain (1911-1940), recuerdo infantil sobre el teclado de alguien todavía cercano desde la lejanía, el toque breve y profundo de Somos flores… (1b) de Kurtág que daaría para un tratado sobre la expresividad máxima con recursos mínimos, y la tierra común de Joaquín Díaz (1947), La rosa enflorece cual deseo de olvidar distancias cronológicas, incluso religiosas, y convertir la música atemporal en ideario vital.
«Meditación II» con aumento de tensiones y reflexiones interiores, desde las Campanas de Simons Bainbridge (1952) que resonaron pianísticas en la capilla, el recuerdo francés de J. B. Lully (1632-1687) con una Zarabanda (en transcripción de Marie Bertin) llena de sonoridades violagambistas en un piano universal que se pliega a los lenguajes sin acentos, el Versetto: Temtavit Deus Abraham breve Kurtág porque no puede condensarse más en menos, nueva Reflection 2 esta vez de Howard Skempton (1947) y el admirado Benet Casablancas (1956) Come un recitativo, compositor unido al intérprete como todos los españoles de nuestro tiempo que Diego recrea y engrandece en este segundo bloque.

«Meditación III» de la amistad y el trabajo, obras de la vida y rescate del olvido, Carlos Cruz de Castro (1941) con el Preludio IV, un Andante religioso de Federico Olmeda (1865-1909) inmenso, necesario de interpretar en un espacio desacralizado devolviéndonos autores «ninguneados» con obras capaces de firmarlas sus compañeros de Olimpo, este músico presbítero de Burgo de Osma, folklorista burgalés recuperado por el zamorano Joaquín Díaz de la primera meditación, y recreado por el pianista de Medina de Rioseco, la música de Castilla al piano; el Tiento de tantos tonos (2011) donde Teresa Catalán (1951) juega con la tecla del siglo de oro para traerla a la era digital con los mismos mimbres de antaño pasados por la óptica abierta de los compositores a los que Diego da voz, se entrega, engrandece con mimo por el sonido, matices inconmensurables y profunda reflexión con el punto de inflexión Kurtág Somos flores… (2) antes de Partiré en silencio del cántabro Francisco García Álvarez (1959), interesantísima partitura donde la evolución e involución se dan la mano, lenguaje abstracto que lleva a la pura melodía coral antes del terrible conflicto interior de una partida silenciosa hecha música cercana incomprensible solamente para los inmovilistas de espíritu, de nuevo (re)creado por un Diego Fernández Magdaleno irrepetible.
«Meditación IV» de los grandes, el culmen del concierto donde todo parece encajar del papel al piano, lo antiguo y lo nuevo, padres e hijos, atemporales e imperecederos, herencias actuales y sueños eternos, Cristóbal Halfter (1930) Contando una historia, Kurtág … flores… también las estrellas iluminando el retablo y la capilla renacentista, Marin Marais (1656-1728) La soñadora, Savall en el subconsciente colectivo de intérprete y público, hasta en el título buscado, Armand Grèbol (1958) Fantasía, compositor diría que fetiche para Fernández Magdaleno por las sinergias entre ambos, y Edward Ivory (1985) Resonancia (J. S. Bach, Quédate con nosotros Señor), la paleta de las teclas y el cuadro bachiano leído desde la juventud de un estreno cercano por el propio Diego, crisol y tamiz en el universos de las 88 teclas con un piano que sonó siempre poderoso  (pese al tamaño) e íntimo, conjunción ideal para entorno y título de un concierto irrepetible con el magisterio de Fernández Magdaleno.

Foto © Diego Fernández Magdaleno

Todavía hubo tiempo de escuchar de nuevo a Skempton Extremely quietly en un cuatro por ocho que hizo sonar las piedras.

Juan Barahona, escultor del piano

6 comentarios

Los pianistas, como los organistas, y a diferencia de otros instrumentistas, salvo casos muy excepcionales que incluso viajan con él o exigen un modelo y marca concreta, nunca pueden enfrentarse ni tocar el mismo instrumento, no hay dos iguales y cada uno resulta un complejo de sonoridades, teclados de distintas sensibilidades, pedales mejor o peor ajustados y todo un mundo incontrolable por parte del músico, así como la propia acústica de cada sala, lo que sumado a un mismo programa que no será nunca el mismo desde la propia interpretación siempre subjetiva (como del público) y propia del músico, nos da toda una amplísima opción y gama. Casi podría decir que el pianista debe domar cada piano tras dominarlo con un trabajo que nunca se acaba.

Mi admirado Juan Andrés Barahona Yépez (París, 1989) lleva desde los seis años dedicado en cuerpo y alma a una carrera de sacrificios solo «soportada» por un amor por el piano y el apoyo pleno de la familia, toda una vida pese a su juventud que no ha hecho sino continuar creciendo. Sus distintos maestros le han educado muy bien pero la materia prima estaba ahí, y en este 2015 parece haber llegado una oportunidad al alcance de muy pocos como es llegar al XVIII Concurso Internacional de Piano de Santander «Paloma O’Shea» y superar la primera selección de entre más de 200 pianistas llegados de todo el mundo. Lo difícil, estar entre los 20 finalistas, ya es todo un premio, aunque los obstáculos siguen y todavía le queda un mes de julio de auténtico infarto. El estudio diario, el esfuerzo titánico de abordar repertorios, el obligarse a tocar en público, grabarse y corregirse desde una autocrítica y autoexigencia impresionantes… pude volver a disfrutar de dos conciertos parecidos y siempre distintos en Gijón y Mieres, con el grueso del programa idéntico en ambos, aquí los dejo escaneados, y añadiendo algunas diferencias. El común denominador sería la fuerza, tanto física como psíquica unida a una sensibilidad desbordante que se traduce en mimar cada detalle, cada sonido, cada silencio, la importancia de la nota anterior, la del momento y la siguiente, incluso el protagonismo de una sola dentro de un acorde, por lo que dudaba adjetivar el trabajo de Barahona entre dom(in)ador de piano o escultor, optando por esta a tenor de lo que intentaré contar con palabras, siempre difícil tras escucharle en vivo.

Sábado 6 de junio, 20:30 horas. Museo Evaristo Valle, Gijón. Obras de Mozart, Albéniz, Ravel, Kurtág y Brahms. Entrada: 10 €.

Martes 9 de junio, 20:00 horas. Salón de Actos, Casa de la Música, Mieres. Obras de Brahms, Ravel, Kurtág y Beethoven.

Sólo con ver las obras seleccionadas podemos hacernos una idea de la dificultad y exigencia física, una auténtica «paliza» la que Juan Barahona se dio en ambos conciertos. Acabar en Gijón y empezar en Mieres con la Sonata para piano nº 2 op. 2 en fa sostenido menor de Brahms no está al alcance de muchos pianistas. Cada uno de los movimientos requieren del intérprete un trabajo técnico en busca de la expresividad extrema en cada compás, frase, movimientos diseñados incluso independientes para intentar alcanzar la globalidad de esa forma sonata que el hamburgués eleva al infinito.

Juan Barahona ahonda con auténtica madurez y experiencia vital esta maravilla de partitura buscando cada detalle desde un trabajo meticuloso, de precisión casi relojera, mejor aún de joyero para pulir todo, un manejo de los pedales asombroso, unos ataques siempre diferenciados, los fraseos personalísimos ajustados al estilo del llamado postromanticismo desde una honestidad digna de admiración. Si acabar con esta sonata es para la extenuación, empezar parece derrochar toda la fuerza en el primer asalto, pero no ya la juventud sino ese trabajo sin descanso prepara para esto y mucho más.

Un universo distinto es Ravel, para mostrar y demostrar la riqueza del piano cuando se domina y una belleza en aquel nuevo lenguaje que ahora sigue siendo actual, escondiendo la escritura sinfónica en el mundo pianístico, la paleta orquestal frente a la inmensidad de grises. De los seis números que conforman «Le Tombeau de Couperin» la elección de dos tan contrastados como el cuarto Rigaudon y sexto Toccata resultaron un torbellino de sensaciones, la fuerza delicada, el dramatismo, los contrastes que consiguen colorear lo aparentemente monócromo, de nuevo esculpiendo cual Miguel Ángel o Rodin desde una auténtica roca alcanzando calidades de seda marmórea, impresionantes al oído que hace de ojos ante esta maravilla pianística, un cuarto de vértigo lleno de humor fino frente a un sexto martilleante y cristalino. No importa la calidad pétrea, en este caso el «Steinway» del museo o el «Yamaha» del conservatorio, cada material nos dio el acabado propio, difícil elección de la obra de arte final, rotundidad gijonesa y brillo mierense.

La Sonata para piano en do mayor, KV. 330 de Mozart fue el calentamiento del sábado, claridad expositiva, tres tiempos dibujados al detalle, energías en los extremos y el lirismo del Andante Cantabile central, como preparando el material siguiente del Albéniz casi raveliano en Almería del segundo cuaderno de «Iberia«, partitura que Barahona cantó y contó en grande, con poso e incluso «pellizco» que dicen los puristas del flamenco, la grandeza de lo popular llevado a las salas de concierto y defendiendo con fruición una pequeña parte de nuestra piel de toro, convencido que cuando afronte la totalidad de esa biblia pianística que es la Suite Iberia de Albéniz sorprenderá a más de uno. Ubicarlo antes de Ravel fue todo un acierto en Gijón, y en ambos casos el descanso tras el francés era obligado.

En la búsqueda de estilo propio se necesita poder tocar lo máximo y más variado de un repertorio inabarcable para el piano, algo donde los maestros tienen mucha influencia aunque el alumno aventajado, y Juan Barahona siempre lo ha sido, son quienes dicen la última palabra al sentirlos y poder hacerlos suyos. El rumano «casi húngaro» Giórgy Kurtág (1926) es uno de los compositores más interesantes del pasado siglo y un buscador de sonoridades al piano donde sus «Jatékok» (Juegos), de los que ya lleva ocho volúmenes desde que comenzase con ellos en 1973, casi como herramientas didácticas, un mínimo ejemplo y obra ideal para un pianista como el asturiano de adopción que investiga continuamente en ello, eligiendo dos de ellos por lo que pese a la brevedad, Stop and Go hace un derroche tímbrico incluyendo el propio silencio, tan distinto según mantengas o no el pedal, dependiendo del ataque y levantamiento de cada tecla, incluso el toque justo del pie para jugar con los armónicos que sigan manteniéndose el tiempo necesario, todos los recursos llevados también al Hommage a Schubert donde sutilmente se homenajea al instrumento e intérprete vienés que tanto trabajó y admiró a sus contemporáneos, en Gijón perfecto antes de Brahms y en Mieres preparación incluso del instrumento antes de enfrentarse al siempre complicado Beethoven. Debemos saber que pese a la originalidad del lenguaje de Kurtág, su conocimiento y admiración de toda la música anterior desde Machaut hasta Bach o el propio Beethoven, le llevan a su concepción personal. Si se me permite la comparación, hay que conocer todo el proceso de un artista, por ejemplo pintor, antes de saborear las obras últimas, pensando en nuestro Joan Miró.

Porque si comentaba la barbaridad que supone afrontar estas obras en un concierto, el esfuerzo y exigencia del intérprete me deja sin calificativos, eligiendo la Sonata nº 29 op. 106 en si bemol mayor «Hammerklavier», un auténtico martillo para sacar del más duro mármol una escultura humana donde no hay nada de frío ni inmaterial, casi un pensador por no llegar al David. Frente al micromundo húngaro la inmensidad del genio de Bonn hecha sonata, la más personal y exigente para intérpretes y públicos, cuatro movimientos con vida propia muy profunda, madurez vital llevada al lenguaje extremo de las ochenta y ocho teclas, repaso a la historia desde la novedad, aires de fuga que alzan el vuelo del sentimiento en una carrera desenfrenada que necesita momentos de ternura, el universo de Beethoven que Juan Barahona desgranó nota a nota, transitando con paso seguro y golpes certeros, modelando cada aire, impresionándome el Adagio Sostenuto por la solemnidad, gusto sin prisa, fraseo sonoro y especialmente (será por la cercanía aún en la memoria auditiva) el Largo – Allegro Risoluto, el trabajo ante una mole a la que rebajando con el cuidado de no romper la obra que «esconde» aplicó el cincel del mimo y la fuerza necesaria para alcanzar el cénit.

Extenuación total que en Gijón todavía llevó a lo impensable con el regalo de la paráfrasis de Rigoletto que compusiese el genial y virtuoso Liszt, derroche de facultades físicas y mentales tras un «pedazo de programa» que no solo le mantiene en una forma impresionante de cara a Santander sino que le pone muy alto en el panorama de los pianistas augurándole muchos éxitos. Se ganó una cena para reponer y supongo que una buena sesión de Spa para la necesaria relajación que el trabajo de Titán tuvo en estos dos conciertos. Lo malo es que no hay descanso para los músicos, al menos disfruta con su trabajo y lo comparte con el público. Gracias Juan.