Domingo, 14 de julio, 23:00 horas. 73º Festival de Granada, Palacio de Carlos V, Conciertos de Palacio: #Bruckner200. Orchestre national du Capitole de Toulouse, Elsa Dreisig (soprano), Tarmo Peltokoski (director). Obras de Wagner, R. Strauss y Bruckner. Fotos de ©Fermín Rodríguez.
Un 14 de julio para recordar por las finales acontecidas a lo largo del día y la noche, que me llevan a escribir a unas horas y desde un espacio poco habitual, pero debía reflejar lo vivido.
Si Don Carlos Alcaraz (ya está bien de Carlitos) se proclamaba «Carlos II de Wimbledon«, en la última noche de los Conciertos de Palacio se retrasaba el concierto previsto para las 22:00 horas y se instalaba una pantalla gigante (con polémica incluida) para celebrar, casi como en Berlín, la victoria de España ante «la pérfida Albión» proclamándose Campeona de Europa. Las fotos de mi querido ©Ferminius atestiguan el ambiente que se vivió, con la única pega de no poder fumar ni beber dentro del Palacio (solo antes y al descanso fuera del recinto).
Pese a todo lo que se diga y/o escriba, la sensación de dos finales ganadas era inmensa, y a las 23:08 comenzaba el último concierto de este Festival, tras unas palabras de Antonio Moral y el presidente del Patronato agradeciendo a la Orquesta de Toulouse su disposición para aceptar estos cambios de horario (supongo que también se les pagaría más) y antes de decir adiós a cinco años al frente del mismo con el más famoso nacido en Puebla de Almenara que deja el listón muy alto, cediendo el testigo a Paolo Pinamonti al que le deseo todo lo mejor a partir de este mes de agosto.
Al fin y con todo el «músculo sinfónico», la Orchestre national du Capitole de Toulouse comenzaba con la poderosa Obertura de Die Meistersinger von Nürnberg, WWV 96 de Wagner, sonando épica como celebrando la victoria hispana en Alemania, formación «sin fisuras» y con un Tarmo Peltokoski al frente que mostró un gesto claro, amplio, preciso, marcando todo con ese inconfundible «estilo finlandés» que ya demostrase hace tres años en Oviedo (tras cancelar ¡ya por entonces! Alondra de la Parra), y con algún ligero desajuste tal vez fruto del cansancio y sonando no siempre como exigía el «nuevo talento báltico» abrieron esta primera parte.
Menos musculada instrumentalmente para las Vier letzte Lieder, op. 150, TrV 296 de Richard Strauss, la soprano Elsa Dreisig nos despediría con estas últimas canciones muy «mimada» por el director finlandés que siempre mantuvo a la orquesta en un plano casi camerístico para poder disfrutar de una voz de timbre bello, homogéneo aunque de graves aún faltos de más cuerpo y proyección suficiente para estas cuatro canciones con la traducción de los textos en los sobretítulos de Luis Gago, aprovechando la pantalla «futbolera». Delicadeza, expresión en los textos de Hesse no siempre con la mejor dicción en alemán, y la siempre emocionante Im Abendrot sobre un poema de Von Eichendorff, casi premonitoria de esta última final dominical, ganándose los aplausos de un público ya habitual (algunos cabreados por el cambio de hora) que valoró la entrega de la soprano francesa con una orquesta plegada a la voz.
Un descanso para hidratarse y al fin la esperada Novena de Bruckner, de nuevo con todo el músculo sinfónico que el austríaco volcaba en esta monumental sinfonía. Tarmo Peltokoski volvió a demostrar el profundo conocimiento de la partitura, casi de memoria porque apenas pasaba las páginas de tres en tres, con indicaciones desde una batuta flexible (cual varita de Harry Potter que me decía al final uno de mis contertulios y compañero de fatigas granadinas) y una mano izquierda (en el amplio sentido de la palabra) capaz de sacar a los franceses una sonoridad compacta en todas las secciones, buenos solistas y los metales que siempre llamo «orgánicos» porque el de Linz fue un gran intérprete en el «instrumento rey» y una percusión capaz de hacer vibrar las piedras del palacio.
A la 01:06 horas concluía esta final granadina con más de 5 minutos de aplausos y con el gesto de irse a dormir de este joven finlandés que está llamado a engrosar una lista «de Champions» desde tierras orientales para poder seguir creciendo antes del salto a las «grandes» porque Peltokoski está «marcado», como nuestra selección nacional de fútbol o el tenista murciano, para ser los referentes del siglo XXI, que quienes somos del pasado siglo esperamos poder comprobar en primer persona.
Desde casa haré mi habitual resumen de este «mi» 73º Festival de Granada para agradecer tanto recibido en este mes inolvidable en la capital nazarí.
Dejo a continuación las notas al programa de mi admirado Luis Suñén:
Exaltación y despedidas
Con Los maestros cantores, Wagner exalta el alma alemana en momentos de afirmación. Por su parte, Strauss se despide con sus Cuatro últimas canciones de un mundo que ya no entiende. Y Bruckner se asoma a un abismo en el que parecieran intuirse por igual la gloria suprema y la nada absoluta.
A Wagner siempre le interesó la Alemania medieval y sus costumbres ligadas a la música, al canto más o menos popular y a sus concursos en los que a la inspiración debía unirse el respeto a la norma y que no dejaban de ser una suerte de parábola del verdadero ser del pueblo. Ese es el origen de la idea de Los maestros cantores, que se estrenaba en Múnich el 21 de junio de 1868. La exultante obertura, compuesta en 1862 durante un viaje en tren, es anterior a la redacción definitiva de la ópera y se diría que funciona como a modo de índice de sus principales temas. Se trata de una absoluta pieza maestra que refleja el tono de una comedia exaltadora tanto del amor como de las virtudes patrias.
Como sucede con las Metamorfosis, las Cuatro últimas canciones de Strauss son la despedida de un ser humano que, a la vez, dice adiós a su propio mundo, a un mundo que sabe acabado para siempre. También a una cultura, a una estética. La primera en componerse fue –en Montreux en 1948– Im Abendrot, sobre unos versos de Eichendorf y que ya marca por dónde va a ir el argumento del ciclo: el ocaso de la vida, el fin del caminar, el anhelo de descanso. Los otros tres textos pertenecen a Hermann Hesse y Strauss los extrajo de un tomo de poemas del escritor alemán que le hizo llegar su hijo Franz. Las canciones que se sirven de ellos se escribieron también en Montreux en julio del mismo año –Frühling–, en agosto –Beim Schlafengeben– y en septiembre –September–. Las Cuatro últimas canciones no son en realidad las postreras escritas por Strauss, pues hay una más tardía, Malven, terminada en Montreux el 23 de noviembre de 1948, dedicada a Maria Jeritza y estrenada por Kiri Te Kanawa y Martin Katz en 1985.
A pesar de haber tratado de empezarlo en 1887, tras poner fin a la Octava Sinfonía, Bruckner terminó el primer movimiento de la Novena en los últimos días de 1893. Dos meses después llegaría el Scherzo y el Adagio a finales de noviembre de 1894. Con las dificultades propias de un casi anciano valetudinario, Bruckner fue capaz de armar la estructura de un Finale en el que aparecen fragmentos apuntados junto a secciones ya orquestadas. Pero la Novena quedaría inacabada a la muerte del autor.
La sinfonía se construye sobre un armazón formal plenamente bruckneriano que pareciera extremar sus propias reglas, comenzando con ese extenso primer movimiento en el que la construcción temática, tímbrica y armónica remite a una grandiosidad que, sin embargo, está sometida de inmediato a la urgencia de un drama que, por mucho que se atempere en algún momento, no deja de crecer. El Scherzo supera con creces el calificativo de «intimidante» que Deryck Cooke aplica a alguno de los del autor. Y el Adagio, uno de los más grandes fragmentos de la historia de la música sinfónica, nos conduce hasta el borde del abismo, a contemplar lo que puede ser el horror ante la nada o la visión insoportable de la gloria en ese último crescendo que no concluirá la sinfonía, pues tras ese momento, se diría que intransferible, llega una calma que nunca sabremos si significa resignación, abandono o esperanza.Lo que Bruckner consigue en su Novena, tal y como esta quedó, es hacernos presente un límite, un acabamiento, lo fatal, como diría Rubén Darío. Y lo hace a través de lo que podríamos llamar, avant la lettre, un expresionismo feroz, casi cabría decir que despiadado si no fuera por esos compases finales que suman a la indudable religiosidad de su autor el magisterio supremo para hablarnos de su propia e intransferible materia, a la vez vulnerable y eterna.
PROGRAMA
-I-
Richard Wagner (1813-1883):
Obertura de Die Meistersinger von Nürnberg, WWV 96
(Los maestros cantores de Núremberg, 1862-67)
Richard Strauss (1864-1949):
Vier letzte Lieder, op. 150, TrV 296
(Cuatro últimos lieder, 1947-49):
Frühling (Primavera. Texto de Hermann Hesse)
September (Septiembre. Texto de Hermann Hesse)
Beim Schlafengehen (Al ir a dormir. Texto de Hermann Hesse)
Im Abendrot (En el arrebol. Texto de Joseph von Eichendorff)
-II-
Anton Bruckner (1824-1896):
Sinfonía nº 9 en re menor, op. 109
(1887-96. Ed. Leopold Nowak):
Feierlich, misterioso
Scherzo. Bewegt, lebhaft; Trio. Schnell
Adagio. Langsam, feierlich











































































































