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Prometedores debutantes

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Miércoles 17 de febrero, 20:00 horas. Oviedo, Conciertos del Auditorio: Edgar Moreau (violonchelo), Oviedo Filarmonía, Tung-Chieh Chuang (director). Obras de J. Fernández Guerra, Shostakovich y Tchaikovsky.
Noche de debuts y estrenos con un verdadero examen para el director taiwanés Tung-Chieh Chuang que se enfrentó a tres obras muy distintas como son una primicia, un dificilísimo concierto con solista y una sinfonía histórica, superando con sobresaliente la prueba, dominando tanto las obras como a la formación local que igualmente es una todo-terreno en cualquier repertorio y estilo, sabiendo amoldarse a las distintas batutas que se han puesto al frente, aprendiendo de casi todas, esta vez equilibrando los planos para compensar una cuerda que sigue siendo algo escasa pero que con maestría y esfuerzo logran hacernos olvidarlo, precisamente por una contención y búsqueda del sonido de una sección de viento realmente «domada» por el ganador del último Concurso Malko de dirección en la capital danesa, lo que le supondrá una verdadera gira con orquestas de prestigio, siendo el arranque este miércoles dentro de los conciertos del auditorio asturiano.

La propia Oviedo Filarmonía sigue con su política de encargar obras para engrosar sus estrenos, y esta vez correspondió al compositor madrileño Jorge Fernández Guerra (1952) y su Calle 1061, explicada perfectamente por él mismo en las notas al programa, inspirado en el Concierto para dosclaves y continuo, BWV 1061:

«… Yo, entonces, era un ferviente consumidor
de fugas, pero esta no es superior a cualquiera de las más grandes de
los últimos años (El arte de la fuga, Ofrenda musical, etc.)…. En esas fechas era adepto de las
orquestaciones de Bach realizadas por Webern, Schoenberg, Stravinsky o Busoni.
Y “orquesté” esa fuga con un secuenciador electrónico de esos años, con
sonidos lamentables pero que me daban los planos que escuchaba. El secuenciador
terminó saliendo de mi vida, así como una grabación casera en casete
que perdí en alguna de tantas mudanzas.
Pero la fuga seguía en mi cabeza y solo en ella. La oportunidad de hacer con
ella un proyecto orquestal que acabara con esta fijación vino con este encargo
para Oviedo Filarmonía.
Calle 1061 consta de dos partes, la primera recoge momentos del segundo movimiento
del Concierto de Bach, con algunas licencias y una especie de tratamiento
casi narrativo. Es siempre Bach pero “glosado”. La segunda parte es la
fuga del tercer movimiento, y aquí suena entera (no se puede bromear con una
fuga de Bach), pero tratada orquestalmente siguiendo ese lema: “así es como yo
la oigo”, que Anton Webern empleó para explicar su orquestación del Ricercare a Seis de la Ofrenda Musical. No es el mismo resultado, yo no soy Webern, pero
me he reconciliado con un episodio de mi pasado y, al mismo tiempo, ofrezco
una obra de muy buena música, no en vano es de Bach»
.

Obra amable de escuchar porque «Mein Gott» soporta lecturas desde todos los estilos y tímbricas, y Fernández Guerra opta por una cercanía nada actual donde prima el buen gusto orquestal con el color que dan la marimba y el arpa junto a una cuerda sedosa y unos vientos por momentos organísticos en cuanto a presencia. Cierto que la fuga no está desarrollada académicamente sino desde la óptica del compositor, bebiendo de distintas fuentes y profesores, con una «visión de las transformaciones que la música de creación precisaba acometer en el cambio de siglo» (como figura en su propia biografía); el maestro Chuang sacó de la partitura no ya los motivos bachianos sino la paleta elegida por el madrileño, con quien supongo intercambiaría impresiones en los ensayos, y que subió a recibir los aplausos de un público agradecido, en general predispuesto a estrenos en esta línea compositiva.

El Concierto para violonchelo nº 1 en mi bemol mayor, op. 107 de Shostakovich es como casi todo el catálogo del gran compositor ruso, una verdadera montaña de emociones plagada de diabluras para todos los intérpretes con momentos de aparente remanso, exigente para el solista, esta vez Edgar Moreau, un prodigio de cellista francés con un «David Tecchler de 1711» sonando por momentos aterciopelado y nunca «gimiente», excelentemente concertado por un Chuang de nuevo explorando planos y presencias, con tiempos pactados con el solista desde el Allegretto inicial fácil de degustar cada intervención solista o del tutti, contagiando el aire festivo y veloz, con una trompa cual segundo solista, aunque técnicamente en otra categoría, un extenso Moderato realmente sentido por todos, atención y escucha mutua, dramatismo y sonoridades excelentes tanto en los armónicos de Moreau como el ambiente de la celesta en los dedos del virtuoso Bezrodny, la Cadenza del solista de musicalidad y sonido preciosista, con fraseos limpios y presencia, musicalidad madura tal vez bien encauzada por sus maestros pero ya totalmente interiorizada pese a la juventud, y el Allegro con moto vibrante, espectacular, los sentimientos personales de Don Dmitri llevados al pentagrama en una obra referente de Rostropovich a quien fue dedicado, con Moreau asombrando y contagiando empuje. Una excelente interpretación de todos.
La propina solo podía ser Bach como hiciese en el homenaje a las víctimas de París, esta vez la «Sarabande» de la Suite nº 3, poderosa, desgarradora y cerrando círculo de esta primera parte, inspiración y fuente. Este enfant terrible nos dará muchas alegrías y habrá que seguirle la pista.

Aunque pueda parecer reiterativo siempre digo que «no hay quinta mala», y además la tenemos fresca de hace dos meses con la OSPA, y me refiero a la impresionante Sinfonía nº 5 en mi menor, op. 64 (Tchaikovsky). La orquesta ovetense no tiene la plantilla de la asturiana, y en estas maravillas sinfónicas se nota, pero el trabajo del director taiwanés es digno de destacarlo, como lo fue en la primera parte. Dominando la obra de memoria pudo mantener el tipo y alcanzar de la OFil lo mejor de cada sección, de sus solistas y sobre todo del conjunto, amoldándose fielmente a todas las indicaciones del maestro Chuang que brindó una quinta sobresaliente desde el Andante previo al Allegro con anima. Seguridad, aplomo, gestos claros y precisos, una mano izquierda prodigiosa para mantener los volúmenes en su sitio con una respuesta ideal por parte de la orquesta. El famosísimo Andante cantabile – Andante maestoso resultó melódico a más no poder, con un sentido del «rubato» impecable, reguladores de total expresividad bien logrados por un viento muy empastado desde un sonido suave sin perder color, no ya el conocido solo de trompa sino las distintas contestaciones de la madera o toda la cuerda. El Valse: Allegro moderato con patrioso parecía arrancar cojo y binario pero solo la primera apariencia porque el inestable equilibrio sirvió para la personal lectura de un taiwanés berlinés, el Tchaikovski de los ballets como recordando un foso en el que la OFil tiene su «sede» y el Auditorio lo visita como si de otra orquesta invitada al ciclo se tratase, tiempos no forzados para disfrutar todas las notas y hasta bailarlas sin traspiés. Lo mejor ese inigualable último movimiento, donde cada repetición del tema es distinta y subrayó claramente Tung-Chieh Chuang, sucesión de tiempos y presencias, la entrega de los músicos a una partitura que no nos cansamos de escuchar, Andante maestoso – Presto furioso – Allegro maestoso – Allegro vivace- Allegro con anima, cada el aire calificativo haciéndose sustantivo y sustancioso, uniendo en esta quinta sinfonía «el amor y el dolor extremos» como el propio director comentaba en La Nueva España, contención y explosión.

Círculo virtuoso

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Martes 24 de febrero, 20:00 horas. Conciertos del Auditorio, Oviedo: Orquesta de Cámara «Virtuosos de Moscú», Vladímir Spivakov (violín y dirección). Obras de Vivaldi, Rossini, Boccherini, Shostakovich y Piazzolla.

Como si de un tango ampliado a «veinte (más cinco) años no son nada», aún recordamos aquel concierto de los Virtuosos de Moscú con Spivakov, con la posterior oferta asturiana de crear una escuela de élite donde ellos fueran parte fundamental de la plantilla, idea que no fructificó por distintas causas, algunas miopías que hoy ya son ceguera, promesas incumplidas y un tren que sólo pasa una vez. Al menos nos consolamos porque una parte de ellos se fue incorporando a la vida musical asturiana y desde Oviedo seguían con Spivakov dando conciertos por todo el mundo de 1990 a 1999. Unos se quedaron, forman y son parte de nuestra propia historia, trabajan aquí, tienen incluso nietos asturianos, y hasta nos dejaron en esta Asturias. Todos, incluyendo a Spivy, siguen agradecidos a esta tierra, como dijo el propio maestro en las propinas, pero el agradecimiento debe ser nuestro, SIEMPRE.

Encargarme de las notas al programa no es sino una mínima muestra de gratitud hacia una formación histórica que volvía a casa renovada, nuevamente virtuosos, jóvenes, con Sergey Bezrodny y Grigiry Kovalevsky aún entre los originales, igualmente perfectos, al servicio de la música, y rodeados de muchos compatriotas tan asturianos como el que más que no quisieron faltar a esta cita entre amigos, como cerrando el círculo. Alguna bandera de Ucrania a la puerta como protesta al conflicto por la tierra, por las ideas, por los desencuentros… el mundo siempre en guerra, pero nada empañó la fiesta musical de este último martes de febrero que continuará en esta gira donde Oviedo y Asturias tenía que estar por bien nacidos.

El periódico La Nueva España recordaba parte de esta historia incompleta pero las músicas elegidas por los artistas rusos fueron las encargadas de poner punto y final a un idilio recordado como los amores adolescentes que mantenemos vivos en el tiempo.

Comenzarían en Italia pasando por Rusia y terminarían en Argentina, nuevo cierre del círculo que yo quise llamar «Un virtuoso viaje musical».

El Concierto para violín en mi menor, RV 273 (Vivaldi) nos permitía recordar al virtuoso Spivakov con el violín y dirigiendo su orquesta de cámara, tres movimientos sin apenas espera entre ellos con el acompañamiento molesto de una tos persistente y femenina que no logró descentrar a los rusos. Maravilloso como siempre el sonido no ya del solista sino de una formación de cuerda y clave capaz de asombrar por sus dinámicas y limpieza, auténtico derroche barroco en el Allegro molto, el terciopelo del Largo que Spivakov regaló en cada nota, y el Allegro cerrando con todos los componentes que han hecho del «cura pelirrojo» un auténtico creador de la forma por excelencia.

La adolescente Sonata nº 3 en do mayor (Rossini) ya apuntaba formas para estar compuesta con sólo 12 años, aunque el arreglo para la orquesta rusa la engrandece todavía más. El Allegro parece un adelanto de algunas oberturas operísticas, el Andante como si de posibles arias fuera a reutilizar, y el Moderato un auténtico concertante, sabor clásico con recuerdos barrocos siempre en el subconsciente de un fenómeno de la melodía que renegaría de este «juguete» hoy de museo vivo en cuanto a música se refiere, y que en manos del contrabajo «más virtuoso» pareció sacar del baúl estas reliquias de crío.

Más completa resulta la Sinfonía op. 12 nº 4 en re menor «La casa del diavolo» (Boccherini), incorporándose cuatro vientos a dos (trompas y oboes) para seguir asombrando con la sonoridad de una orquesta de cámara capaz de pasajes vertiginosos claros y potentes, como en el Allegro sostenuto-Allegro assai, de jugar con ataques y contrastes en el Andantino con moto y rematar la faena con un Andante sotenuto – Allegro con moto tan plenos que el italiano afincado en la corte madrileña sonó realmente grande, de nuevo con un Spivakov que no da respiro a sus músicos, atentos a todos los detalles y auténtico grupo que suena cada sección como uno.

Abandonamos Italia en la segunda parte para un viaje profundo a la Rusia que corre por las venas de esta formación renovada que continúa fielmente las características originales, un Shostakovich como sólo ellos son capaces de interpretar, primero el Preludio y Scherzo op. 48, el proyecto fin de carrera de un joven Dmitri que no sólo apuntaba maneras sino que revolucionaría la escritura camerística y sinfónica desde el primer momento, aunque las revoluciones musicales y pacíficas no parecían encajar en las políticas. Pero el lenguaje no se pierde aunque te obliguen a callar, siempre queda la escritura para la posteridad y los intérpretes que transmiten lo que otros ocultaron. La Elegía y Polka pusieron tristeza y después ironía como arma crítica, la angustia y el humor como denuncia con una música brillante, potente en los arcos virtuosos, muestrario de recursos sonoros con unos pizzicatti redondos y presentes unidos a fraseos impensables.

De Las Cuatro estaciones porteñas (Piazzolla) no sólo hay mucho que escribir antes sino también después, puesto que no fue Spivakov quien las interpretó sino cuatro atriles jóvenes tutelados desde el podio y arropados por el resto de virtuosos en unos arreglos de Alexey Strelnikov realmente impactantes, por momentos trampantojo sonoro de bandoneón imposible y pasando del Invierno porteño de un «jazzero» en los segundos Denis Shulgin al Verano académico de Lev Iomdin, otro talento salido de los primeros violines, de la Primavera inquietante de su compañero Georgy Tsay (el de rasgos achinados) hasta el Otoño maduro desde lo juvenil de Evgeny Stembolskly sin perder unidad pero aportando cada uno su personal sonoridad solista bien guiados por el maestro y director maravillando en cada gesto, como llevándoles de la mano a todos.

La propina correría a cargo del propio Spivakov al violín para continuar con Piazzolla y su Café 1930, de «La historia del tango», ritmo del barrio de Bocca asimilado sin acento ruso a categoría virtuosa concluyendo la lección magistral a sus aventajados alumnos, sonidos y sentido de virtuoso capaz de hacer clásico univeresal al argentino.

La música rumana sería la segunda propina con unas danzas increíbles ¿de Bartok? también con los el viento haciendo más orquestal unas melodías populares, en velocidades de vértigo, acelerandos, glissandos y notas siempre precisas, círculo virtuoso que devuelve el folklore a la categoría de sinfónico, y las gracias antes de un asombroso arreglo del Libertango porque el viaje y el círculo tenía que cerrarse con Piazzolla, con todo el auditorio en pie en un homenaje a unos virtuosos que se saben queridos en Asturias.

Un virtuoso viaje musical

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Todo un viaje en el tiempo nos trae el concierto de Spivakov con “Los Virtuosos de Moscú”, recordando que hace 25 años decidieron venirse a nuestra tierra asturiana para hacerla el centro de operaciones y las maletas cargadas de proyectos, algunas promesas incumplidas y avatares dignos de recordar en otro momento, pero con una semilla bien plantada que ha dado sus frutos docentes en otros músicos, muchísimos estudiantes y centenares de aficionados, siendo Asturias tierra privilegiada de haberlos tenido entre nosotros, volviendo a esta su segunda casa cuando su agenda lo permite. Tomemos pues esta velada de febrero como una nueva lección de música de cámara desde el barroco hasta el siglo XX, con unos maestros universalmente reconocidos que harán las delicias de todos por la variedad y magnífica elección de autores y obras que paso a comentar.

Antonio Vivaldi (1678-1741): Concierto en mi menor para violín, arco y cémbalo, RV 273: Allegro non molto / Largo / Allegro
Popularmente conocido como “Il Prete Rosso” (El cura pelirrojo), veneciano de nacimiento, violinista como su padre en la orquesta de San Marcos, ordenado sacerdote, maestro de violín en el Hospital de la Piedad para muchachas pobres, huérfanas o abandonadas, empresario de éxito, protegido de Luis XV o del emperador Carlos VI, Vivaldi fue un viajero impenitente con tiempo suficiente para componer una ingente obra vocal (tanto sacra como profana) e instrumental repartida en tres géneros principales, de los cuales sólo los dos últimos pertenecen a la llamada “música para orquesta”: sonatas (alrededor de 90), sinfonías (14) y conciertos (478) entre los que están en lugar especial los escritos para solista, por ser pionero, siendo algunas de sus obras transcritas por el mismísimo Bach. Visitará Mantua (1718), Roma (1723), probablemente Alemania (1724), Bohemia (1729-30) y Ámsterdam (1738) antes de abandonar Venecia en el otoño de 1740 para instalarse en Viena, verdadera capital mundial de la música. Vivaldi ya había visitado la capital austriaca en 1729, puede que invitado por Carlos VI a quien dedica sus doce conciertos“La Cetra”, representándose con éxito varias óperas suyas mientras esperaba un empleo en la corte, pero la muerte del emperador y el luto que impedía representar óperas hasta pasados los carnavales del año siguiente, trastocaron los planes de Don Antonio.
Enfermo en la casa de huéspedes que regentaba la viuda de un guarnicionero apellidado Waller (en el actual Hotel Sacher, famoso por su tarta de chocolate así como por los cantantes de la cercana Staatsoper), moriría en la miseria el 28 de julio de 1741, siendo sepultado al día siguiente tras un entierro como el que se dispensaba a cualquier indigente de aquella Viena, sin ninguna dignidad en una sencilla tumba del cementerio propiedad de un hospital público, cerca de la Karlskirche, el actual Instituto Técnico. Días después sí se celebraría un funeral por su memoria en la catedral de San Esteban pero sin que en él sonara música alguna, aunque la leyenda cuenta que entre los niños cantores participantes en su oficio estaba un Haydn de nueve años. Triste final para alguien que había llegado a ganar la increíble cifra de 50.000 ducados anuales.
De las doce colecciones auténticas con número de opus aparecidas en vida de Vivaldi, la mayoría son conciertos para violín. La actual clasificación de su obra se debe al musicólogo danés Peter Ryom (RV de Ryom Verzeichnis), destinado a remplazar los del franco-argelino Marc Pincherle, uno de los grandes biógrafos de Vivaldi, y del italiano Antonio Fanna, fundador del “Instituto Italiano Antonio Vivaldi” (y creador de uno de los primeros catálogos de la obra del veneciano para las famosas ediciones de la Casa Ricordi), sin tener en cuenta obras reconocidas como apócrifas, ni para las sinfonías, las no preservadas independientemente de las partituras vocales a las que habían estado unidas originalmente. En la actualidad hay todo un resurgir de obras suyas, las de siempre con otras menos habituales, incluso inéditas, que están ampliando la integral grabada, puede que por esa cercanía que le hace atemporal y capaz de resistir modas pasajeras, aunque no sea oro todo lo que reluce. Alrededor de 639 obras instrumentales de Vivaldi, solamente 118 fueron publicadas, en parte porque podía hacer más dinero vendiendo los manuscritos individuales a clientes ricos.
Un mes antes de su muerte, Vivaldi firma un recibo con el que cierra la venta de “tanta musica” al secretario del conde Antonio Vinciguerra di Collalto, un melómano acaparador de partituras, por la suma de doce ducados húngaros, la cuarta parte de su precio en Venecia. No hay documento que concrete la cantidad de obras incluidas en la colección, conservada en la ciudad checa de Brno, aunque sí sabemos que figuraban al menos quince conciertos de violín y una sinfonía. Una grabación reciente titulada «Los conciertos del adiós» incluye este en mi menor, de estilo más maduro que tardío, en la línea de los de Tartini o Locatelli, y de una belleza sublime relacionada precisamente con la cercanía de la muerte como último viaje.
El Concierto en mi menor para violín, cuerda y cémbalo, RV 273 proviene de un conjunto de manuscritos con doce conciertos creados para un mecenas francés en la década de 1720. Tiene la estructura habitual de tres tiempos contrastados rápido-lento-rápido, con una apertura a unísono más efectos de eco, y un final enérgico a paso ligero, una ensoñación central con el continuo bien ensamblado, armonizado y un final extrañamente vacilante. Las intervenciones siempre virtuosísticas del violín solista conforman lo que hoy llamaríamos coloquialmente “barroco de libro” que todos reconocemos en cuanto lo escuchamos, sumando el sello Vivaldi para unas melodías únicas, más allá de las decoraciones que le aplique, concierto donde las emociones se transmiten en los matices, los claroscuros de intensidades extremas, el apoyo del continuo pleno más que mero relleno, una sólida estructura sobre la que sobrevuela vertiginosamente el violín. Este concierto en mi menor, una de las tonalidades preferidas por el veneciano por expresividad y “stilo cantabile” (sin entrar a valorar lo que esta elección de modo y tonalidad supone, por otra parte plenamente asentada gracias a Bach) para unos instrumentos totalmente desarrollados capaces de conseguir lo que el compositor les exija, comparte estructura con los más conocidos de Vivaldi, puede que cercano aún el espíritu religioso y siendo más que válido un continuo con órgano en vez del habitual clave.
Gioacchino Rossini (1792-1868): Sonata nº 3 en do mayor: Allegro / Andante / Moderato
Nacido un 29 de febrero en una familia de músicos y siendo su padre, además de inspector de mataderos, un profesional de la trompa (me refiero al instrumento musical), es creíble que Rossini ya diera la tabarra , como todo niño, haciendo los deberes con su trompetita, pero lo cierto es que no recibió en su infancia una formación musical tan intensiva como Mozart, y que todo lo que tocaba a los seis años en la banda de su padre era el triángulo. Fue el pianista y compositor Alfredo Casella quien encontró en la Librería del Congreso de Washington, tras la Segunda Guerra Mundial, un manuscrito con la inscripción: «Las partituras de estas terribles sonatas, compuestas por mí durante las vacaciones, en la casa (cerca de Rávena) de mi amigo Agostino Triossi cuando era muy pequeño, ni siquiera habiendo tenido una clase de contrapunto, fueron compuestas, copiadas y tocadas durante tres días por Triossi, contrabajo, Morini -su primo-, primer violín, su hermano pequeño, al violonchelo, y yo mismo como segundo violín, quien era, para decir la verdad, el último mono». Por esto no todos se creen que Rossini se estrenase como autor a los doce años, componiendo en solo tres días estas «Sei sonate a quattro» (1804), unos deliciosos cuartetos en tres movimientos clásicos que pasado el tiempo y en plena vejez consideró horrendos, diríamos casi “pecados de juventud” que tienen la peculiaridad de no haber sido escritos para un cuarteto habitual sino para una formación en la que entra el contrabajo a expensas de la viola, tal vez por la fama del virtuoso Draggonetti en el instrumento más grave del cuarteto de cuerda, como un Paganini del contrabajo.
Parece que las melodías de Rossini fluyan como arias y no necesitase demasiado esfuerzo para producir estas maravillas donde nunca falta el humor o la leve sonrisa, con elementos compositivos que proporcionan la clave para que ese algo mínimo florezca y se convierta en un trabajo magnífico, independientemente de su osadía juvenil. Estas sonatas son extremadamente populares tanto sobre el escenario como en el estudio de grabación, interpretándose casi siempre en versión para orquesta de cuerdas que es la que disfrutaremos con Los Virtuosos de Moscú. La alegría será contagiosa, puedo asegurarlo.
Luigi Boccherini (1743-1805): Sinfonía en re menor, G 506, op. 12 nº 4 «La casa del diavolo»: Allegro sostenuto-Allegro assai / Andantino con moto / Andante sostenuto-Allegro con moto (Chaconne)
Con Carlos III en el trono, poco aficionado a la música, más las polémicas generadas con algunas medidas tomadas por sus gobernantes, van a significar un nuevo relanzamiento de los géneros nacionales, hasta el punto de queBoccherini, madrileño desde 1769, viviendo casi en el centro de la corte madrileña -en el magnífico palacio de Boadilla del Monte-, se sintió tentado por la zarzuela (en breve se repondrá “La Clementina” con libreto de Ramón de la Cruz para la Duquesa de Benavente, en cuyo teatro particular se estrenaría en 1786). Pero será en el campo de la música instrumental donde realmente destacó, y así en 1771 completará un conjunto de seis partituras que conforman su opus 12, un nuevo tipo de composiciones que denominó Concerti a grande orchestra (Conciertos para gran orquesta) hoy considerados simplemente sinfonías.
La número cuatro, titulada La casa del diavolo, es una vistosa partitura en tres movimientos que curiosamente carece de minueto y que debe su título a la referencia musical y escrita que presentan los tres movimientos, de forma más evidente el primero y el último, al Don Juan de Gluck (1714-1787). El propio Boccherini añadió en la partitura la siguiente frase en francés: «Chacona que representa el Infierno, que ha sido hecha imitando la del Sr. Gluck en su Don Juan o el Banquete de Piedra».
La casa del diablo es una sinfonía de carácter básicamente teatral, rezumando lirismo no exento de violentos contrastes aunque olvide pronto la obsesiva repetición del motivo de chacona que cierra esta obra, llena de contraposiciones entre los tiempos lentos introductorios a la manera de Haydn, con quien comparte características obvias ante la devoción que el italiano sentía por el austríaco, y los allegros que deben ser marcados sutilmente y diferenciados perfectamente en sus tonos de gravedad y jovialidad o vehemencia respectivos.
La música del españolizado Boccherini conlleva gran dificultad para alcanzar el equilibrio entre estilo, carácter e interpretación, pero siempre está bien construida y garantizando su disfrute, música galante, refinada para la aristocracia del momento, con señas de identidad exprimidas al máximo para respetar época y circunstancias, algo que Los Virtuosos dominan como nadie.
Dmitri Shostakovich (1906-1975): Dos piezas para doble cuarteto de cuerdas: Preludio y Scherzo op. 11 (incorrectamente publicadas como op. 1 nº 1)
La obra camerística de Shostakovich, durante tanto tiempo preferida a sus sinfonías «de actualidad», se revela como lo esencial de su herencia espiritual. Exige un realismo sonoro así como una potencia anímica poco común en los países latinos, lo que todavía limita su penetración en Occidente pese a encontrarnos en el siglo XXI. Su autenticidad, tanto humana como escénica, le permite, no obstante, formar parte del repertorio de los grandes conjuntos internacionales, y Los Virtuosos de Moscú lo son en todos los sentidos.
Dedicadas a la memoria de Kurchakov, en 1925, este Preludio y Scherzo constituyen un homenaje a Bach, un rasgo sarcástico típico del compositor ruso y premonitorio de la polka de “La edad de oro”, así como de los salvajes scherzos de sus dos primeras sinfonías. El padre de Shostakovich murió en 1922 mientras el joven compositor todavía estudiaba en el Conservatorio de Leningrado, por lo que necesitaba financiar sus estudios y se buscó un trabajo de pianista en una sala de cine: «El pequeño teatro era viejo, con corrientes de aire y maloliente. Tres veces al día una nueva multitud abarrotaba la pequeña casa; llevaban la nieve con ellos en sus zapatos y abrigos. El calor de los cuerpos empapados en sus ropas húmedas sumado a la calidez de dos pequeñas estufas, dejó mal olor y un sofocante calor hasta el final de la actuación. Entonces las puertas se abrieron para dejar salir a la multitud y poder ventilar la sala antes del próximo show, y corrientes de aire frío y húmedo se extendieron por la casa. Abajo, en el frente, debajo de la pantalla, se sentó Dmitri, su espalda empapada de sudor, sus ojos miopes en sus gafas de pasta mirando hacia arriba para seguir la historia, sus dedos golpeando lejos en el estridente piano vertical. De madrugada caminaba de vuelta a casa con un abrigo de verano delgado, sin guantes cálidos o chanclos, y llegó exhausto casi al amanecer» como lo describió Victor Seroff, biógrafo de Shostakovich.
El compositor estrenará este Preludio y Scherzo en el Círculo de Música Nueva de Leningrado, pero los nuevos trabajos fueron ferozmente atacados por el influyente historiador de la música y compositor Boris Asayev.Dimitri se sintió intimidado por este ataque inesperado y retuvo las Dos Piezas para Octeto de Cuerdas, op. 11 hasta después de lograr un impresionante éxito con su primera sinfonía de 1926, pieza de graduación del compositor en el Conservatorio de Leningrado (todavía considerada como una obra de asombrosa inventiva). Cuando ambas piezas fueron finalmente estrenadas en 1927, la respuesta del público fue entusiasta, dando lugar a frecuentes interpretaciones en los años siguientes, incluso en Occidente. En 1948, sintiendo plenamente el oprobio estalinista (bueno no del todo porque vivió para contarlo), el Preludio y Scherzo fueron condenados con especial celo como «indignos del pueblo ruso».
El preludio fue pensado originalmente para emparejarse con una fuga en la que comenzó a trabajar, pero cambiaría de rumbo y optó por desarrollar la pieza dentro de una suite en cinco movimientos para octeto de cuerdas. Sólo más tarde, en julio de 1925, hizo que finalmente quedasen como Preludio y Scherzo. Aunque modesto en extensión, abarca una gama casi sinfónica de estados expresivos. El Preludio, un adagio sombrío inicial, en el centro del movimiento una sección animada con mucho “intercambio conversacional” de motivos entre los ejecutantes, y el Scherzo, uno de las más decididamente modernistas creaciones de Shostakovich, reflejando el período de vanguardismo que floreció brevemente en el arte soviético antes de que Stalin llegase al poder en 1927. La compisición es atrevida y temeraria, rebosante de disonancias, despreocupada y con energía juvenil. La escritura es disonante pero los ritmos “de propulsión” que caracterizarán al compositor ruso, ayudan al oído a sentir de inmediato el fluir de la música.
Poco después de haber completado el ScherzoShostakovich lo describió como «lo mejor que he escrito.» Aunque originalmente compuesto para un octeto de cuerdas, la pieza se ejecuta frecuentemente, como esta noche, con orquesta de cuerda.
D. ShostakovichElegía y Polka  para cuarteto de cuerda, op. 36 (Dos piezas para cuarteto de cuerda)
Dos obras cortas basadas en historias familiares, incluso contradictorias, se publicaron póstumamente en 1983. Los manuscritos fueron descubiertos en Moscú en 1980 y no llevan número de opus. Indican como fecha de composición 1931 -siete años antes de su admirable serie de quince Cuartetos– y están dedicados al Cuarteto Vuillaume, siendo anteriores al primer cuarteto; se basa libremente en las transcripciones de sus ideas musicales para las primeras partituras de teatro y ballet. Este trabajo podemos tomarlo como un microcosmos del estilo musical de Shostakovich.
La Elegía es un adagio que revive el aria de Katerina al final del acto primero de “Lady Macbeth de Mtsensk” (estrenada en 1934). Armonía desnuda y desprovista de su aspecto burlón, emocionalmente agotadora, escritura llena de la angustia que impregna muchas de las composiciones posteriores, volcando en la música los horrores de la Segunda Guerra Mundial y el sufrimiento del pueblo ruso, una canción que parece anunciar el romanticismo delsegundo cuarteto desde esa intimidad lírica con la característica constante de la propia personalidad del autor, capaz de sorprendernos siempre, como ocurre, por la audacia del enfoque, con la Polka, un extraño y circense “Allegretto” matriz del ballet “La edad de oro” (1930) que casi parece la banda sonora de una película de Fellini, donde ese ritmo alegre e irreverente hace bailar «el ángel de la paz», con bosquejos sarcásticos y brillantes, la parodia del rayo o el juego constante con cambios entre pizzicato y arco dando lugar a una de esas obras donde la música nos evoca el dolor de vientre tras reírnos en exceso.
Astor Piazzolla (1921-1992): Las Cuatro Estaciones Porteñas ó Las Cuatro Estaciones de Buenos Aires: Invierno / Verano / Primavera / Otoño
Las Cuatro Estaciones Porteñas fueron concebidas como composiciones separadas más que formando parte de una suite, aunque el mismo Piazzolla las interpretó juntas en varias ocasiones, no buscando describir estrictamente cambios climáticos y mutaciones de la naturaleza sino más bien una serie de cuatro estados de ánimo del autor que se enfrenta a su propia percepción de la gran urbe: al latir de su ciudad, del corazón porteño utilizando el tango y emergiendo la parte bohemia de Buenos Aires, el llamado “tango nuevo”, la expresión del alma porteña. Pasa de una furiosa excitación, con partes de carácter virtuoso, a momentos de terrible quietud y calma, música descriptiva pero en un sentido muy laxo del término. Cuando Astor escribe sus cuatro estaciones porteñas lo hace de manera muy distinta aunque inspirándose en Vivaldi, como pueda ser la estructura rápido-lento-rápido, el concepto o el virtuosismo. En las estaciones existe una alternancia entre solos y “tutti” como en las composiciones clásicas, pero a partir de ahí no respetan un criterio estrictamente formal.
El orden de composición no sigue el cronológico ni el climatológico aunque sí está cercano al argentino, con cursos escolares de marzo a diciembre seguidos de las vacaciones de verano navideñas. Piazzolla alcanza su identidad estética y la consagración de un estilo por la forma de amalgamar un pulso rítmico decididamente “de tango” con procedimientos armónicos y contrapuntísticos que aprendió en Europa de Nadia Boulanger entre otros, perfecta fusión entre la tradición musical clásica y la música popular argentina del gran Aníbal Troilo. El orden de ejecución de esta tarde será también distinto, buscado y seguramente muy meditado como intentaremos desvelar:
·      En el Invierno Porteñoescrito en 1970 al igual que la primavera, podemos percibir el frío y la soledad de lo cotidiano, el día y la noche donde el tango se hace calle Corrientes, melancolía interrumpida por fuertes impulsos rítmicos. Podremos apreciar que en varias partes el violín asume un registro más grave de lo habitual pues originalmente había sido compuesto para viola.
·      Verano Porteño, de 1965 y originalmente música incidental para la obra “Melenita de Oro” de Alberto Rodríguez Muñoz, es el estío como sinónimo de pasión y ocio, el calor que invade el cuerpo y el almanaque, la temperatura del amor sumada a la del cemento en las calles del Tigre, la necesaria siesta heredada de los “gallegos” y difícil de conciliar por esa humedad terrible, la lentitud de una ciudad que sólo parece respirar al caer el sol. Un tema se repite por toda la obra de manera insistente, sofocante, interrumpido por el solo del violín para finalizar la obra cuando notamos la lentitud rota por el acelerado final.
·      En la Primavera Porteña (también conocida como “Buenos Aires en Primavera” y escrita en 1970 como el Invierno) encontramos el primer amor, el despertar del cuerpo y la seducción, la merienda en esos parques de Recoleta con los enamorados sobre el césped enorme, la ciudad que revive tras el invierno, árboles centenarios recuperando el verde y las flores inundando de perfume toda la ciudad. Esta obra se desarrolla a partir de un tema fugado y los especialistas comentan que es la más equilibrada en la distribución rítmica y melódica de las cuatro.
·      El Otoño Porteño, compuesto en 1969, sirve para encontrarnos con la despedida hecha música, la levedad del ser, la fugacidad de la pasión hecha otoño, la ciudad que comienza a vestirse de ocres y abrigarse. En el original escuchamos uno de los solos más notables para la mano izquierda del bandoneón, puro “sabor Piazzola” donde cada nota parece querer buscar su propio peso luchando por independizarse de toda la frase musical antes que el violín se invente un nuevo momento de suspense antes del adiós.
Las Cuatro Estaciones Porteñas nunca fueron publicadas como tales hasta el “descubrimiento” de Guidon Kremer, otro violinista bien conocido en Oviedo, aunque fuese interpretado como ciclo al menos en cinco oportunidades por el propio Piazzolla y su “ensemble” usual integrado por violín ó viola, piano, guitarra eléctrica, contrabajo y bandoneón. A partir del original se han hecho al menos dos arreglos, siendo el de Kremer más conocido y preparado por el director de orquesta ruso Leonid Desyatnikov, cuyo “arreglo” orquestal incluye también algunos cambios estructurales, buscando que entre las cuatro piezas individuales del argentino y los cuatro concerti del veneciano existiese un vínculo más evidente mediante la conversión de cada una de las piezas en trozos de tres secciones, y “re-arreglos” para violín solista y orquesta de cuerdas. En cada pieza se incluyen varias citas de la escritura original de Vivaldi, pero debido a que los ciclos estacionales del hemisferio sur se invierten, el arreglo considera por ejemplo, que en el caso del Verano Porteño se desarrollen elementos agregados de L’inverno (invierno) del “cura pelirrojo”. Guidon grabó en un mismo CD estos dos ciclos estacionales desarrollando el concepto de que ambas composiciones son obras maestras con su propio lugar en la historia, y el ejercicio postmodernista de combinar ambas no disminuye la potencia de su mensaje musical sino que lo magnifica, algo que suscribiremos todos tras escucharlo.
La nostalgia del tango es un sentimiento que Don Astor Pantaleón llega a describir en sus estaciones y todas sus composiciones posteriores, nostalgia inherente a su propia naturaleza que permite al público captar el altísimo contenido artístico que con tanta sensibilidad expresa esta música y hacen de Piazzolla un héroe nacional al que los argentinos son tan dados, en este caso elevadamente reconocido por su afinidad con la cultura de Argentina y el carácter de embajador artístico en el mundo entero, al igual que estos virtuosos rusos, sobre todo ciudadanos del mundo, con el único lenguaje universal de la música.
Acabar el concierto con esta obra es cual viaje de vuelta, diríamos que casi fantasmagórico, entre dos mundos: el barroco italo-veneciano del siglo XVIII y el ritmo sincopado bonaerense del siglo XX, un virtuoso viaje musical a través de tres siglos y dos hemisferios, casi el cuaderno de bitácora del violín de Spivakov y “sus Virtuosos”.
Pablo Álvarez “Siana”
NOTA: Con motivo del concierto que Los Virtuosos de Moscú con Vladímir Spivakov ofrecen en los Conciertos del Auditorio el martes 24 de febrero de 2015, he tenido el honor de escribir las Notas al programa, pero como el espacio es limitado en el papel, aprovecho para poner aquí el original antes de tener que resumirlo. Gracias por leerme.

Manteniendo la esperanza

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Viernes 20 de febrero, 20:00 horas. Auditorio de Oviedo, Concierto de Abono 5. OSPAGabriela Montero (piano), Rossen Milanov (director). Obras de J. RuedaRachmaninov y Shostakovich.

No hay dos conciertos iguales aunque se repita programa y músicos. Hay tantas variables en juego que hacen siempre de la música algo único e irrepetible.
Si el día anterior en Gijón escribía de emociones y reencuentros, en Oviedo tengo que hacerlo de desde el dolor y la esperanza.
Entre los factores que influyen especialmente en el oyente está el recinto y su acústica. El Jovellanos la tiene seca y el escenario es pequeño, razón por la que los músicos se escuchan mejor y están más juntos, arropándose para lograr un empaste siempre agradecido y con mayor precisión en las entradas, pero la sensación del público es de escucharlo todo como con sordina, velado apuntaba yo. En cambio el Auditorio (lo de Palacio de Congresos vino después y habría para contar largo y tendido) está preparado para la música, escucharla en todos los detalles aunque los intérpretes estén alejados y la sensación que tengamos sea de cierto retardo en algunos momentos, pero las mismas obras toman una dimensión que el teatro no tiene, apreciando todo el colorido instrumental en el que los compositores programados tanto se esmeraron.

Elephant Skin (Rueda) resultó más luminosa y más rodada por parte de todos, sin sorpresas para orquesta y director, que volvió a «convencer más que vencer» con unos intérpretes que aún mantenían el sabor ruso del día anterior, por lo que la música del compositor madrileño tuvo una paleta sonora muchísimo más completa y la gama dinámica pareció incluso mayor que en Gijón. Obra que cuanto más la escuchemos más iremos descubriendo y paladeando, con Milanov siempre apostando por composiciones de nuestro tiempo.

Gabriela Montero levantó expectación en la capital, con muchos pianistas, profesores y estudiantes entre el público, conocedores de su nivel gracias a las redes sociales donde la venezolana se mueve como pez en el agua, más en una vida tan ajetreada donde Internet la mantiene en contacto permanente con la actualidad. El Concierto para piano nº 2 en do menor, op. 18 de Rachmaninov sería capaz de hacernos entender cómo el estado anímico del intérprete, también del oyente, puede hacer de su ejecución pasional o dolorosa. La virtuosa venezolana, mujer comprometida, se confesaba micrófono en mano al finalizar «su segundo», explicando la impresionante y distinta versión ofrecida, y transcribo sus palabras porque expresan mejor que nadie cómo resultó: «para mí, ser artista no se puede separar de ser humano, y lo que escucharon esta noche es mi dolor y mi frustración, mi preocupación por mi país, Venezuela, que pasa por momentos realmente trágicos y sumamente difíciles». El Moderato que comienza en solitario sonó íntimamente personal antes de comenzar a concertar desde la fuerza interior, la rabia e impotencia, el dolor de la lejanía no deseada, la lucha contra la injusticia hecha música. Resultó mágico comprobar cómo toda su grandeza contagiaba a sus compañeros de escenario arropándola desde sus intervenciones, algunas con nombre propio como el clarinete de Andreas Weisgerber, sublime toda la noche, la trompa de José Luis Morató o la flauta de Peter Pearse, pero también la sección de violas, sólo por citar momentos realmente irrepetibles. El Adagio sostenuto puso música a los pensamientos, angustia por los interrogantes, haciendo suyos los del propio compositor, nuevamente acompañada con cariño, con un Milanov que no es muy preciso en estos repertorios, dibujando más que marcando los latidos de Gabriela Montero, esta vez sin respiro para atacar el Allegro scherzando, rabia, explosión sonora secundada por unos metales poderosos como la mejor arma para derrotar indolencia y opresión, ignominias o venganzas, el dolor permanente que no remite salvo los breves instantes necesarios para poder continuar el camino hasta el final, una batalla comandada por «la divina» y secundada por la OSPA. Cada concierto será su grito, su denuncia, con música pero también con todo el sentimiento.

Emocionada tras las palabras antes transcritas, pidió al público, como en Gijón, que tararease algo, añadiendo que para ella sería más cómodo hacerlo con algo de su tierra, siempre presente y más en estos momentos muy duros («la artista debe ser el termómetro de la sociedad, de lo bueno y de lo malo, y así me siento yo y como trato de actuar») pero la tristeza compartida impidió cantar nada. Pero la viola de María Moros «pisó a la flauta», haciendo sonar el inicio del Xiringüelu, si lo prefieren A coger el trébole, melodía en modo mayor que la venezolana no conocía y rápidamente interiorizó, le gustó para volver a musicalizarla cual Chopin, otro pianista y compositor expatriado como ella, capaz de mantener el espíritu de la tierra en todas sus composiciones, esta vez «mi Emperatriz» hizo suya la frase musical, y engrandeció en su improvisación como balada, vals que tornó al modo menor para virarla a mazurka y después polonesa asturiana, polonesa venezolana, Música con mayúsculas, explosión sin contenciones, modulaciones imposibles, adornos, giros, recovecos de su amplísima mochila, vuelta al modo mayor, majestuosidad del vagaje vital, trabajo de muchos años para asombro y admiración de todos los presentes, soplo de esperanza que nunca se pierde.

Nuevamente GRACIAS GABRIELA.

Con el alma encogida y haciendo del descanso necesidad, la Sinfonía nº 15 en la mayor, op. 141 de Shostakovich resultó menos gris que en Gijón, menos fría y menos tétrica, contagiada del rayo de esperanza abierto por la venezolana. Milanov sacó de su orquesta todo lo mejor, sonoridades brillantes, intervenciones de los solistas también con nombre y apellidos, especialmente el cello del rumano Yves-Nicolás Cernea, principal estos días y realmente convincente en sonido e interpretación, conmodevor en esta sinfonía, siguiendo con el trombón de Christian Brandhofer capitaneando momentos corales casi orgánicos, la flauta embaucadora de Myra Pearse, el concertino Vasiliev con esta música corriendo por sus venas, los timbales de Jeffery Prentice melódicos wagnerianos y toda la percusión encabezada por Rafael Casanova, con protagonismo de principio a fin dando a esta sinfonía la esperanza e ironía que contrapesan la tristeza de una vida llena de pesares como fue la de Dmitri, obra cercana en el tiempo y aún más en los sentimientos que volvieron a inundar el auditorio. Confianza en cada movimiento, en cada intervención solista o tutti, Milanov fue más claro y conciso al dibujar esta vez una interpretación brillante que firmaría cualquier formación y batuta de renombre. Si además la falta tiempo no fuese el gran enemigo de nuestro tiempo, la emisión que haga Radio Clásica engañará a más de uno que no sepa los intérpretes. El refranero parece acertar siempre, «la esperanza es lo último que se pierde».

Emotivos reencuentros

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Jueves 19 de febrero, 20:00 horas. Teatro Jovellanos, Gijón: Concierto de Abono 2. OSPA, Gabriela Montero (piano), Rossen Milanov (director). Obras de J. Rueda, Rachmaninov y Shostakovich.

Tarde de emociones y reencuentros, primero con la OSPA tras el paréntesis navideño y operístico, con ganas de volver a tantear su estado de forma ante un programa duro, y segundo con mi adorada Gabriela Montero que actuaba por vez primera en mi tierra tras estrenar en España su obra más personal, Ex-Patria, y nada menos que con uno de los conciertos más queridos por intérprete y público.

Elephant Skin (2002) del madrileño Jesús Rueda (1961) es un claro ejemplo del trabajo orquestal centrado en la búsqueda del color a base de continuos cambios de textura y la sutileza que subyace incluso en el título, aunque me gusten más sus orquestaciones de Albéniz que ya hemos escuchado tanto por la formación capitalina como por la asturiana con Max Valdés en El Vaticano. Mi admirado musicógrafo Luis Suñén, autor de las notas que dejo enlazadas al principio bajo los compositores, dice del maestro Rueda que «no vence sino que convence a quien lo escucha», aunque se necesite un esfuerzo mayor del habitual para no rendirse, pero que finalizado el concierto pareció mantenerse bien al compartir programa con dos grandes orquestadores rusos, pues está claro que existen referencias a ellos e incluso a Stravinski como espejo en el que casi todos los compositores de nuestro tiempo acaban mirándose, puede que reconociendo la vigencia de unas músicas no siempre aceptadas en el momento de su estreno.

El maestro Milanov se siente cómodo con estas partituras y me parece bien apostar por ellas, más si son de casa, más allá del esfuerzo que supone una obra escrita para concurso, donde el búlgaro podría haberse clasificado sin problemas, sobre todo con la OSPA a la que encontró con ganas, en su disposición habitual y con algún cambio de atril que no mermó la calidad a la que nos tiene acostumbrados. El resultado fue notable en todos.

De los intérpretes podría clasificarlos entre los que se transforman ante el instrumento y los que se prolongan en él. Gabriela Montero es de las segundas, con carácter y personalidad, impetuosa, comprometida con su tierra, su tiempo y oficio, honesta, pura fuerza interior en equilibrio con una sensibilidad latina y especialmente una mujer de mundo, de su tiempo, capaz de disfrutar y contagiar sus emociones e ideales. Bautizada como «La divina«, yo preferí «Emperatriz del piano» tras escucharle el quinto de Beethoven en Barcelona, invitado por ella. De los conciertos famosos, bellísimos y exigentes, el Concierto para piano nº 2 en do menor, op. 18 de Rachmaninov puede que esté el primero de la lista de mi selección y también del de la venezolana, puesto que en sus manos adquiere una dimensión propia. Destacar su dominio asombroso del instrumento y de la partitura, siendo ella quien marcó desde el principio todas las líneas maestras, con un Milanov plegado a la pianista y una orquesta que sonó siempre en segundo plano, como tras una gasa inmaterial que engrandeció aún más la presencia del instrumento solista, pese a tener partes protagonistas y con peso propio. Destacar lo bien que encajaron los distintos cambios de tiempo, vertiginosos desde el mando en plaza de la venezolana, claridades expositivas de principio a final con dinámicas potentes, redondas, y delicadeza en los momentos sublimes. Moderato realmente el principio, al que no estamos acostumbrados cuando se apuesta por el virtuosismo mermando musicalidad, algo que Rachmaninov derrocha, piano de paso que desde un primer plano pudimos inspeccionar al detalle en su ensamblaje sinfónico, bien las trompas, las contestaciones entre maderas y piano, la limpieza de la mano derecha bien contrapesada con el poderío de la izquierda. El Adagio sostenuto sirvió para soñar despiertos, la delicadeza frente a la fuerza, el lirismo compartido con unas maderas realmente inspiradas, especialmente el clarinete y las flautas, faltando algo más de pegada en la cuerda, sobre todo los violoncellos, precisamente por una sonoridad algo velada en todo el concierto. El búlgaro siempre atento a la venezolana, marcó cada detalle, antes del desenfreno siempre controlado en el Allegro scherzando, cadencia vertiginosa en manos de Gabriela Montero, y final explosivo sin peligro en una versión femenina de nuestro tiempo. Las reinterpretaciones gastronómicas correrán de nuevo por cuenta de distintos restaurantes y cocineros asturianos, con un Milanov auténtico chef en buenos tiempos gastronómicos.

Y las improvisaciones que no pueden faltar como regalo cuando tenemos a «la divina» sentada al piano. Tras explicar con «voz operástica» cómo las siente y crea, nadie del público se atrevió a cantarle algo conocido, fuera lo que fuese, por lo que un trompa ejecutó su famosa melodía del Andante de «La Quinta» de Tchaikovsky (no hay quinta mala), como continuando el sabor ruso de la velada. Manteniendo la tonalidad original y con regusto al Sergei todavía caliente en dedos y oídos, cual paladares y memoria gustativa, Gabriela fue cocinando variaciones que sorprendían a quienes no conocían en vivo esta faceta suya pero dejando boquiabiertos a todos cuando en estilo puramente «bachiano» comenzó a dibujar una fuga realmente asombrosa finalizando en un tango casi sinfónico, demostrando que sigue siendo única en una técnica, género o forma si así queremos denominarlo, que con ella vuelve a darle todo el sentido a la palabra músico. Apoteósica, espontánea, expléndida y sobre todo grande, así es Gabriela Montero.

La Sinfonía nº 15 en la mayor, op. 141 (1971) de Shostakovich resulta casi su testamento y memorias musicales de una vida azarosa que siempre se tomó con ironía, la misma que utiliza en distintos momentos en una forma de nuevo «clásica» de cuatro movimientos, pero con todo el trasfondo de dolor, abismos interiores, clima gélido donde la temperatura aunque suba no llega nunca a derretir el hielo, colores grises solamente rotos por los toques puntuales de una percusión muy escogida donde los timbales cantan a Wagner, la celesta pone rayos de sol, el glockenspiel un poco de nueve y las membranas parecen sonar a luz de luna. Pese a la plantilla siempre esa desnudez en las intervenciones de cada solista, todas difíciles y llenas de musicalidad dolorida, registros extremos casi agonizantes, dúos paradójicos, corales en los bronces que sonaron empastados como nunca, y tiempos diferenciados bien llevados por Milanov, nuevamente gustándose en este repertorio. Su final retardando al máximo la bajada de brazos para contener aplausos y degustar ese final nihilista, la nada hecha música, corroboró un concierto exigente para todos, músicos, solistas y público. Repetiremos en Oviedo por esa máxima de que no hay dos conciertos iguales… reencuentros siempre distintos con emociones individuales compartidas.

Rusia y el piano

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Viernes 5 de diciembre, 20:00 horas. Auditorio de Oviedo: Jornadas de Piano «Luis. G. Iberni», Elisso Virsaladze (piano), Oviedo Filarmonía, Marzio Conti (director). Obras de Albéniz, Tchaikosky y Shostakovich.

Volvían las jornadas de piano con Rusia en el ambiente y un programa conocido. Para abrir boca la orquestación que Enrique Fernández Arbós realizase de El Puerto de Albéniz del cuaderno primero de la Biblia pianística que es la Suite Iberia. Bien ese tributo desde el mundo sinfónico para estas jornadas de piano con uno de nuestros grandes compositores que sigue inspirando nuevas orquestaciones de su inmensa suite como las de Jesús Rueda e incluso hermanando flamenco y jazz como en el caso de Chano Domínguez. La de Fernández Arbós es seguramente la que inició el vuelco del universo pianístico a la orquesta, y la versión capitaneada por Conti con «su» orquesta resultó clara en el dibujo, bien tratado cada plano sonoro y entendiendo la obra como si fuese originalmente sinfónica sin olvidar la originalidad que el maestro de Campodrón imprimió a su magna composición con la inflluencia directa de los nuevos aires franceses.

Elisso Virsaladze es una de las leyendas vivas de la llamada escuela rusa y acudía a Oviedo con el más conocido y escuchado de los conciertos para piano como es el de Tchaikovsky, que dejo aquí incrustado desde YouTube© en una versión con la Filarmónica de San Petersburgo (antes Leningrado) dirigiendo mi admirado Temirkanov.

La versión de la virtuosa georgiana del Concierto para piano y orquesta nº 1 en si bemol menor, op. 23 resultó buena aunque algo dura en varios sentidos. Por un lado su técnica se mantiene con el paso de los años pero también ese estilo de fuerza y vigor desde el rigor, potencia de pulsación, valentía en afrontar los movimientos con unos tempi que impiden degustar momentos que requerirían más intimismo traducido en una gama de pianísimos algo mayor. Con todo sigue ejerciendo su magisterio en estas obras que ha bebido desde la fuente original de esa tradición rusa de la que es uno de los últimos modelos. El Allegro non troppo e molto maestoso marcó su ideario a la orquesta ovetense en todos los aspectos musicales, yendo a remolque en muchas ocasiones con todo el esfuerzo del titular en concertar correctamente, demostrando solvencia y oficia. El Andantino semplice pecó de lo apuntado anteriormente, algo más de lirismo puede que así entendido desde el sur europeo aunque ella optase por ese carácter atormentado que nos han confiado intérpretes como ella no sólo en Tchaikovsky. Todo el juego y fuego del Allegro con fuoco apareció en este último movimiento, escuchándose unos a otros y ciñéndose al mandato de la solista, imponiendo más que dialogando, en un enorme esfuerzo orquestal y directorial que logró siempre finalizar cada movimiento perfecto, como si sólo se tratase de ello. Con todo la versión de Virsaladze resultó plenamente rusa.

Los aplausos la obligaron a regalarnos la primera de las Doce danzas alemanas (Zwölf Deutsche Tänze, genannt «Ländler»), D. 790 de Schubert, breve y delicada, como para taparme la boca de mi opinión del concierto anterior, remarcando su enfoque ruso distinto del alemán, con acento propio siempre distinto al francés, checo o coreano. Y sabiendo a poco, todavía otro regalo, esta vez de Chopin el Vals op. 34 nº 1 en la bemol mayor, nueva lección de piano donde no se puede explicar mejor el «rubato» desde la transparencia de cada pasaje, siendo otra maravilla que quedó en el recuerdo de estas jornadas donde el piano es el rey (Sokolov al frente) y Elisso la auténtica reina, nos guste más o no.

La segunda parte nos mantuvo en la Rusia pero pasando de los zares a Stalin y la Sinfonía nº 9 en mi bemol mayor, op. 70 de Shostakovich, estrenada en Leningrado el 3 de noviembre de 1945 por Evgeni Mravinski y escrita en un mes, la más corta y ligera de las quince pero también la menos popular, por lo que se agradece poder escucharla en vivo.

Organizada en cinco movimientos, encadenados los tres últimos, permite a la orquesta rendir en todas sus secciones y disfrutar de intervenciones solistas realmente agradecidas, con especial mención al fagot solista de la OvFi sin olvidarme del concertino. Conjugando elementos de distinta procedencia e intención, sin entrar en las connotaciones políticas que supuso esta obra, por otra parte excelentemente comentada por María Encina Cortizo en las notas al programa, la OvFi sonó compacta, brillante, con calidad en cada intervención solista, vigor desde el podio que Conti contagia, frescura y contención para una sinfonía «inesperada», corta de duración pero con muchos guiños musicales que el director florentino supo sacar a flote. El día 17 volveremos con un concierto ineludible de Elgar con la cellista del momento, la neoyorkina Alisa Weikerstein dentro de «Los Conciertos del Auditorio», pero aún me queda mucha música hasta entonces.

Placeres eternos e irrepetibles

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Viernes 21 de febrero, 20:00 horas. Auditorio de Oviedo: concierto de abono 7, OSPA, Ning Feng (violín), Joana Carneiro (directora). Obras de Adams, Shostakovich y Beethoven.

Algunos seguidores del blog han escrito comentando mis entradas como demasiado optimistas la mayoría de las veces y muy parciales (siempre cierto por personales) dado que apenas asistía a conciertos malos. Aquí viene mi innecesaria defensa, pues hace años que Oviedo es referencia para melómanos aunque no siempre tenga la resonancia mediática que se merece, algo que puedo asegurar es objetivo y no me cansaré de repetir y reflejar. Para una región como la nuestra de apenas un millón de habitantes, concentrados en el centro y en plena crisis industrial, minera, nacional… que la musical siga estando en primera línea con todo tipo de sacrificios pienso que debería tener más eco en un país que se está rompiendo por culpa de unos dirigentes incultos y egoístas.

En una semana beethoveniana está bien escuchar otras formaciones orquestales con directores no titulares, siempre en el irrepetible directo para comprobar y comparar, inevitable por otra parte pese a la losa que supone haber degustado exquisiteces irrepetibles. Sigo presumiendo de asturiano melómano con un vagaje musical repleto de figuras mundiales que han pasado por la capital del Principado e incluso de otras que el tiempo acabó convirtiendo en tales, habiendo sido Oviedo su debut o trampolín. Compartir estos placeres irrepetibles los hace aún mayores, y este tercer viernes de febrero ha sido uno de ellos.

Esta semana se ponía al frente de nuestra OSPA la directora portuguesa Joana Carneiro, que afrontó un programa titulado «Beethoven eterno» y en sus notas Hertha Gallego de Torres calificaba de «sentido del ritmo», ampliado aún más hasta «apoteósis del ritmo» que escribía mi amigo Ramón Avello en El Comercio para cada obra: reiterativo, obsesivo y demoniaco, y apoteósis de la danza.

De los compositores contemporáneos, John Adams (1947) está entre los preferidos del público, y estos días está en Madrid donde tiene «carta blanca«. De su ópera Nixon en China emerge con protagonismo propio The Chairman Dances: Foxtrot para orquesta (1985) que ponen a prueba formación y dirección sinfónica como en Oviedo, y con buena nota para todos: la maestra portuguesa con ideas muy claras, precisión, claridad en el gesto y dominio de la partitura, más unos músicos que se nota trabajaron duro para superar todas las dificultades de esta partitura con múltiples cambios de compás, ritmo, tiempos y dinámicas, exigente en empastes y de estilo minimalista que puede caer en lo monótono de no mediar la riqueza interpretativa, destacando la sección de percusión siempre segura junto al piano, en esa importancia rítmica deudora de tantos otros compositores que el propio Adams reconoce.

Palabras mayores el Concierto nº 1 para violín en la menor, op. 77 (antes op. 99) de Shostakovich con el virtuoso Ning Feng y un Stradivarius «MacMillan» (1721) afrontando una de las obras más importantes del ruso. El violinista chino optó por una interpretación introspectiva que la directora lusa supo e hizo acompañar en la misma línea, cuatro movimientos que son cual suite incluso en los títulos: el Nocturne transmite dolor desde la densidad orquestal y el lamento solista; el Scherzo auténtica «broma» de buen gusto plagada de polirritmias y efectos tímbricos en y para todos, con una orquesta atenta y entregada (destacar sólo un arpa pero siempre referencia), contagiada del vigor de solista y dirección, algo exagerada pero tal vez necesaria, segundo movimiento calificado por el gran Oistrach que estrenó la obra de «demoníaco y espinoso», siéndolo Feng literalmente; Passacaglia de la hondura sinfónica a que nos tiene acostumbrado el compositor ruso, exigente para todas las secciones que nuevamente estuvieron a la altura de la obra y el solista volviendo a impactarnos desde una interpretación diría que volcánica por el proceso emocional, para finalmente llegar a la chispeante Burlesca que desencajó a más de uno con la intermedia larga cadenza capaz de acallar las siempre incómodas toses desde una interiorización de dolor y angustia que salía a borbotones inundando de desbordante emoción el auditorio, la montaña rusa musical que suelo utilizar metafóricamente para este tipo de grandes conciertos.

Sin menospreciar a una orquesta que se comportó y la buena concertación de la señora Carneiro, lo del virtuoso chino es para recordar y así lo entendimos todos. La versión que nos regaló -como el día antes en Avilés- de Recuerdos de la Alhambra de Tárrega espero volver a escucharla cuando Radio Clásica emita el concierto, visionar y repetir, con un arco inigualable, capaz de recrear los trémolos guitarrísticos y la melodía en esa joya de violín. Silencio de emoción y otro regalo «caprichoso» del demonio oriental de Paganini el endiablado. Eternidad infernal y placeres nada pecaminosos.

Beethoven siempre eterno y apoteosis de la danza con esta explosión de la Sinfonía nº 7 en la mayor, op 92, una de esas sinfonías que no deben faltar en cada temporada porque siempre resultan distintas según la batuta al frente, y la portuguesa sacó lo bueno de la OSPA, puede que por la elección del tempi correcto en cada movimiento, algo que todos los musicólogos y estudiosos reconocen como parte importante para acertar con el carácter de las obras del genio de Bonn. Aplaudir cómo la «maestrina Carneiro« pareció ganarse a los músicos en las obras de la primera parte para poder disfrutar más en la segunda, aunque siga preguntándome porqué mantener el esquema de concierto cuando este viernes podría haber sido al revés y dejarnos al chino como cierre, aunque es probable que no hubiera marchado regalándonos aún más propinas.

Como balance apuntar en el DEBE menor autocomplacencia para algunos atriles en obras que por muy tocadas parecen «olvidar» son tan exigentes como las nuevas, y la interpretación va más allá del pentagrama. En el HABER la autoexigencia de mantener calidades sonoras alcanzadas no ya en «la séptima» sino en todo este séptimo de abono. De momento saldo positivo, pero hay que aumentarlo, no sólo mantenerlo…

En trío gusta lo español

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Miércoles 18 de diciembre, 19:45 horas. Teatro Filarmónica, Sociedad Filarmónica de Oviedo concierto 17 del año (Año 107, 1.899 de la sociedad). Trío Vipiace: Jorge Álvarez Lorduy (cello), Mariano Miguel Sánchez (piano), Sara Cuéllar Sarmiento (violín). Obras de Shostakovich, Turina y Fernández Arbós.

Bien entrado el siglo XXI todavía hay autores que al público ovetense, y no sólo el de cierta edad, les cuesta digerir pese a su cercanía cronológica, algo que se nota hasta por el tiempo que permanece sonando un móvil, decantándose por la llamada vena nacionalista, a veces demasiado folklórica, ciertamente agradecida pero nada que ver con el peso (también esfuerzo e interés en la escucha) de la obra que abría concierto o de la impresionante propina final que puso la música en su sitio tras una buena velada de un trío joven pero bien preparado.

Los tres solistas tienen ya una buena trayectoria por separado y unirse en trío, fórmula que siempre suele dar auténticas joyas, ya desde «su casa» del CONSMUPA, está dándoles buenos resultados y logrando además de premios una complicidad y buen hacer siempre necesario para hacer música juntos.

El Trío Vipiace interpretó en la primera parte el Trío nº 2 en mi menor, Op. 67 de Shostakovich, obra de 1944, con pasión, fervor, sentimiento, seriedad, entendimiento para cada uno de los cuatro movimientos que lo conforman, auténtica montaña rusa en estilos, referencias, dinámicas, cambios de ritmo, «Dimitri el maldito» rompedor desde la maestría compositiva que los músicos llevaron siempre a buen término. Llamado trío «elegíaco» en la más pura tradición pero con sonoridades inhabituales en el inicio del Andante con armónicos en el cello o el violín en octava grave para un tema difícil de seguir que evoluciona en el Moderato. El caleidoscopio siguió en el Allegro con brio de referencias a Beethoven desde la propia visión de Shostakovich que también tamiza el ritual litúrgico ortodoxo durante el Largo para alcanzar el Allegretto final en mi mayor más elaborado y «entendible» instrumentalmente cual danza macabra en una pugna de los tres instrumentistas para «defender» cada intervención virtuosa a solo, duo o concertando hasta la coda en Adagio que supone la reconciliación instrumental en un coral majestuoso. Partitura difícil bien interpretada y poco agradecida para la mayoría.

Lo español siempre tira en Oviedo, y si hay un lema «Sevilla tiene un color especial» hecho sintonía, la música seria la pone necesariamente Joaquín Turina. Solo compuso tres tríos, uno en 1904 fuera de catálogo, el primero que fue Premio Nacional de Música en 1926 con muchas referencias andalucistas, y este Trío nº 2 en si menor, op. 76, estrenado en 1933, auténtica banda sonora que casi transmite el olor del azahar o el calor del Parque María Luisa. Los tres músicos disfrutaron y contagiaron con esta obra de mucho oficio, clásica en estructura y con el «lenguaje turinesco» o andalucista de otras obras con este aroma personal, casi cinematográfico. Primer tiempo en forma sonata que abre Lento a modo de introducción antes de que las cuerdas y pronto el piano ataquen el Allegro molto moderato, aún sin andalucismos y más bien brahmsiano. Desarrollo ortodoxo como en el Molto vivace central, en compás de 5/8 sin acentuarse como zortzico, ya usado en otras obras por Turina, melodías cantadas en terceras por violín y chelo perfectamente empastados, más un piano siempre seguro. Cierra la obra un último tiempo sucesión de secciones: Lento-Andante mosso-Allegretto que recicla los materiales anteriores para un final realmente esperado. No es una obra maestra sino netamente académica pero el Trío Vipiace lo interpretaron con pulcritud, bien trabajada cada intervención para conseguir sonoridades ensambladas que sólo con muchos ensayos puede alcanzarse. Enhorabuena.

Y las «Tres piezas originales en estilo español» op. 1, escritas hacia 1884 por el excelente director de orquesta además de compositor Enrique Fernández Arbós no escondían nada, bien emparentadas con la obra anterior, frescas como el sonido del trío afincado en Asturias de procedencias geográficas nada «sospechosas» (Jorge pamplonica, Mariano palentino y Sara gigonesa) pero que entendieron perfectamente el sentido español de esta segunda parte, el andaluz de Turina y este tríptico del madrileño muerto en Donostia: Bolero, Habanera y Seguidillas gitanas. Otra obra que esconde oficio juvenil, primeriza pero con conocimiento del trío (hay pasajes exigentes técnicamente en la cuerda, abundando dobles y triples cuerdas), nivel más allá del llamado costumbrismo y dominio de los ritmos más reconocibles en melodías agradables de escuchar e interpretar, sobre todo el Bolero que se toca a menudo separado, casi un dulce para los jóvenes del Vipiace y éxito asegurado a mi alrededor («Qué guapo» y expresiones similares).

Pero supongo que los gustos del respetable y los artistas no siempre son coincidentes, y la más cercana en el tiempo no pareció agradar, supongo que por lenguajes exigentes. Para mí las obras de cámara digamos serias, tienen más enjundia y el trío lo supo, regalándonos un Schubert serio, hondo, genialmente escrito y trabajado por el vienés, el Andante del Trío opus 100 acallando dudas para paladares auditivos más exquisitos, incluso cinematográficos y sin segundas intenciones. No puedo negar emoción tras el ambiente festivo central y auténtica profesionalidad en el Trío Vipiace que «mi piace» enormemente. Sabia elección de obras sin olvidarse la propina.

La belleza del dolor

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Viernes 11 de octubre, 20:00 horas. Auditorio de Oviedo, Concierto de abono 1: OSPA, Adolfo Gutiérrez Arenas (cello), Rossen Milanov (director). Obras de Marcos Fernández Barrero, Shostakovich y Rachmaninov.

Ya tenía ganas de retomar el pulso de nuestra orquesta tras el rodaje en foso más el extraordinario Réquiem de Verdi en Covadonga, con el estreno de la temporada regular que llevaba por título «Rusia esencial» aunque bien podríamos rebautizarlo como «OSPA esencial» al unirse intenciones cual guía o catálogo de intenciones, a saber:

El titular Milanov, un solista invitado de calidad que además «es de casa», más un programa donde conviven obras de nuestro tiempo, los grandes e imprescindibles conciertos más el atemporal mundo sinfónico, habitual para redondear una larga, emotiva y dura jornada que conjuga situaciones personales dolorosas pero donde siempre aflora la belleza, el arte hecho música desde la profundidad interior.

Escuchaba por tercera vez Resonancias para orquesta (2012) de Marcos Fernández Barrero, obra ganadora del Concurso de Composición OSPA 2013, siempre necesario el poso para degustar, y no me defraudó tras leer mis anotaciones del estreno y las notas del programa, donde pudimos repetir y llegar ahora como el refrán «a la tercera va la vencida». Si la obra en su momento era merecedora del premio, hoy se me quedó pequeña al escucharla entre gigantes e incluso descontextualizada dentro del título programado por no ser «rusa» (aunque en mi primera audición me recordase a Shostakovich) pero sí «esencial» en cuanto al aroma o esencia figurando dentro de la «normalidad» que supone aparecer entre dos obras maestras. Supongo que el compositor catalán con orígenes asturianos, nuevamente en la sala, disfrutó más que nadie de esta (re)interpretación que la OSPA hizo grande, pues esta temporada 2013-14 podremos llamarla como de plena madurez para la formación, así como del asentamiento de Milanov en la titularidad, con ideas siempre claras desde su toma de posesión, manteniendo la colocación vienesa que nos dará muchas alegrías a lo largo del curso musical y con algunos fichajes que no pasarán desapercibidos. Podría decir que la obra de Fernández Barrero no desentonó en absoluto dentro de la globalidad dolorosa por emociones, texturas y climas otoñales como el asturiano que esas resonancias pudieron reflejar.

Mi admirado cellista Adolfo Gutiérrez Arenas volvía a «nuestro» Oviedo con otra cima interpretativa tras sus anteriores «ochomiles» y en compañía de auténticos amigos para esta nueva aventura sinfónica: el Concierto para violonchelo nº1 en mi bemol mayor, Op. 107 (1959) de Dmitri Shostakovich. Si su Saint-Saëns con Dutoit no le pude equiparar al intimismo con Judith Jáuregui, una delicadeza inolvidable, al menos volvía en «la cordada» con esta orquesta que camina a su paso como con Elgar, auténtico Everest solístico lleno de hondura y sombras, el Shostakovich más duro y terrible donde no existe atisbo de luz en ninguno de sus movimientos pero que Adolfo G. Arenas hizo bello de inicio a fin, bien concertado por un Milanov atento y condolente para compartir sufrimiento hecho arte desde todas las secciones orquestales aunque la trompa del maestro Morató influyó y mucho en embellecer el dolor. La incuestionable levedad del ser del Allegretto, la profundidad del Moderato, la soledad de la Candeza que robó hasta el silencio de un público perezoso en respirar por no asifixiarse, y la cima del abismo del Allegro con moto que sacude hasta el último aliento. El bello dolor existencial sin autocomplacencia ni sadismos, no hay placer sin él, dos caras de la misma moneda que Shostakovich explora y explota en un cello humano e individual con la orquesta reflejo global y coral, dolor compartido que parece menor en sufrimiento y mayor en belleza. Indescriptible esa ascensión al abismo que aún subió muchos metros con ese lento como marcha fúnebre de la Suite nº 3, op. 87 para cello sólo de Britten, «ethos y pathos» desde la admiración y recuerdo del centenario del británico pero también a Rostropovich y Shostakovich, placeres dolorosos o viceversa desde la belleza magistral del arte musical en la vivencia compartida por Adolfo Gutiérrez Arenas, inconmensurable.

Tras coger aire al descanso por la angustia antes vivida, la Sinfonía nº 2 en mi menor, Op. 27 de Rachmaninov supuso un remanso de tensión interior pese a recoger emociones del compositor ruso ya musicalizadas en otras obras, angustias amorosas que siempre me parecieron en el segundo de piano donde la cuerda tiene el mismo toque lírico que en esta segunda sinfonía. Madurez orquestal y claridad expositiva de un Milanov que con su peculiar estilo va sonsacando colores para un lienzo total lleno de luz sin perder el tenebrismo que parecía flotar en este viernes otoñal asturiano inigualable por los perfiles claros, delineados sin brumas, emociones de belleza anhelada e inaprensible tras el lúcido y luminoso verano. Fortaleza orquestal en el Allegro molto puramente «rachmaninoviano» (¡vaya calificativo!), el Adagio que puede traducir a música la difícil descripción del título (belleza del dolor) con una formación perfectamente ensamblada y confiada, gustándose melódicamente una cuerda con nombre propio, para en el Allegro vivace remontar la cima con paso firme, ágil sin tropezones, y contemplar desde arriba ese paisaje único, ascenso seguro, controlado pero desfondados tras un esfuerzo que sólo tiene la recompensa de una belleza dolorosa. Interpretación y satisfacción, así sentí este arranque de temporada que solamente acaba de comenzar.

Gratitud musical

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Domingo 15 de septiembre, 20:00 horas. Sala de Cámara del Auditorio de Oviedo. Concierto-Homenaje a José Ramón Hevia. Cuarteto Quiroga, Aitor Hevia (vioín), David Hevia (violín), Olga Semushina (piano), Orquesta antiguos alumnos Arché. Obras de Haydn, Shostakovich y Mozart.

Me alegra asistir a homenajes en vida en una tierra donde siempre es difícil ser profeta. Violinista, cuartetista, profesor… el maestro ovetense José Ramón Hevia tuvo este domingo el orgullo de comprobar cómo lo sembrado tiene su fruto, no ya en su propia casa, con sus hijos David y Aitor siguiendo el camino de su padre (en todos los sentidos) sino escuchando a sus antiguos alumnos, hoy también profesores, que le ofrecieron no ya el agradecimiento hecho música sino también la gratitud al Maestro en el amplio sentido de la palabra. Sala a rebosar con su alumnado de siempre, amigos, compañeros y aficionados que no quisieron perderse este emotivo concierto.

Tras las primeras palabras de David, emoción como hijo y violinista con citas orgullosas y merecidas, el Cuarteto Quiroga, al que el propio José Ramón hacía referencia al final del concierto como nacido en los Cursos de Llanes que también (y tan bien) organiza -reafirmado en la Escuela Reina Sofía donde concidieron- fue el encargado de abrir la velada, siendo ya una referencia a nivel internacional por su calidad en cualquier repertorio.

El Cuarteto Op. 29 nº 4 en re mayor, Hob. III: 34 (Nº 4) es habitual en el programa de este cuarteto formado por Aitor Hevia y Cibrán Sierra (violines), Josep Puchades (viola) y Helena Poggio (cello), maravilla de escritura e interpretación donde todos los integrantes necesitan un mismo palpitar, lo que lograron desde el Allegro di molto inicial, afinación impecable, virtuosismo de Aitor bien arropado por sus tres compañeros, emoción contenida llena de musicalidad en el Un poco adagio e affettuoso, magisterio técnico e interpretativo en el siempre difícil Menuet alla Zingarese que Cibrán ejecutó cual continuación natural de Aitor, sin olvidar las intervenciones de una Helena cuidadosa en el timbre y cuarteto homogéneo en sonoridades y estilo para ese Presto e scherzando final que resultó una auténtica delicia sonora. La música de cámara en estado puro y ubicación idónea para un público entregado.

Shostakovich y las Cinco piezas para dos violines y piano (en arreglo de Levon Atovmyan) resultaron lo más emotivo y agradecido de una celebración plena. Con el piano de Olga Semushina (conocida de los seguidores de la OSPA) siempre atenta y complemento perfecto, los hermanos David y Aitor encontraron la mejor manera de decir «gracias papá» como si de una lección se tratase cada una de las maravillas del ruso: Prelude, Gavotte, Elegy, Waltz y Polka en un auténtico derroche de gusto, precisión, musicalidad, complicidad y entendimiento genético más allá de la propia partitura que «la Atapina» arropó con el magisterio y solvencia habituales a unos Hevia dos en uno.

El siempre engañoso Mozart y su Divertimento en fa mayor, KV 138 reunió a muchos de los antiguos alumnos de la Orquesta Arché fundada y dirigida por José Ramón Hevia, con el propio Cuarteto Quiroga en los atriles y compartiendo dirección. Tres movimientos (Allegro, Andante, Presto) que sonaron realmente clásicos, limpios, ajustados en tempi y con el ímpetu juvenil habitual de una formación para la ocasión a la que los años han madurado sin perder la frescura inculcada por el Maestro.

Mateo Luces, en nombre de sus antiguos alumnos, le hizo entrega de una placa que ocupará un lugar preferente en la casa de JR al lado de tantos galardones que ha ido recibiendo en su larga trayectoria.

Y uno que también peina canas le recuerda en aquella OSA (Orquesta Sinfónica de Asturias) de Víctor Pablo que sentó los cimientos de una ya consolidada OSPA. Porque Hevia es Maestro en el amplio sentido de la palabra, transmitiendo allá donde va su amor por La Música, sembrando incluso en aquellos terrenos tan poco propicios pero que la paciencia y perseverancia han demostrado una vez más que la esperanza es lo último que se pierde. Los homenajes y reconocimientos en vida deberían ser más normales porque nos sirven para seguir reivindicando el papel de la Cultura, algo que debemos contagiar como ha hecho el Maestro Hevia.

GRACIAS MAESTRO.

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