Covadonga siempre cita obligada aunque un puente de su homónima
virgen mañica no sea la mejor fecha para el respeto que se debe al Real Sitio, su Basílica y la música de órgano. Mejor quedarse en Cangas de Onís donde la mañana reunía quesos, miel y pasacalles de mi banda del
Ateneo Musical de Mieres. Cual parque temático que decía una querida amiga presente en el concierto del
titular de San Ginés, se hacía difícil concentrarse tanto los fieles como al intérprete que pondría el punto final a un ciclo de larga trayectoria tras trece años.


Al menos con el compatriota
Reger, igualmente enterrado en la
ciudad del Kantor, llegaría la absolución, y ya libre de pecado,
el organista madrileño se merendó
Bolognesa marina del francés
Guilmant, una verdadera plegaria meditada de bellos trémolos antes de repicar las campanas parisinas con el
natural de Burdeos al final del concierto, bendición mariana de Nuestra Señora en la Cuna de España, más un postre gastronómico-musical digno de Rossini con alegría mozartiana.

El
Acitores de la Basílica sonó mejor con acento romántico francés, pues el alemán barroco no alcanzó el auténtico espíritu ni esencia de los dos grandes. Cierto que
Felipe López es una autoridad del
órgano nacional, al que tampoco faltaron los nervios provocados por un murmullo molesto, mas el «instrumento rey» gestado en
Torquemada no perdona, por lo que hasta dar con los registros, el sonido y el equilibrio justo entre teclados y pedal, hubo que esperar el duro camino penitencial germano antes poder ir en paz francesa donde
el madrileño sí mostró lo mejor de este intérprete que cerraba el decimotercer (no creo en la superstición) ciclo otoñal donde mi admirado
Heinrich Walther puso el listón tan alto que se hizo imposible superar la marca.