Con expectación, aunque el público esta vez no respondió como se merecía, llegaba en gira a «La Viena Española» el pianista surcoreano Seong-Jin Cho (Seúl, 1994) para clausurar estas «jornadas del reencuentro» con un programa verdadero «tour de force» para todo pianista por la magnitud de las obras elegidas, y ciertamente no defraudó. Avalado por muchos premios internacionales, formado en París y residente en Berlín, Seong-Jin hizo del piano una chistera de donde salieron colores, serpentinas y confeti, acuarelas… y hasta los fantasmas de Brahms y Schumann que parecen hacerse quedado impregnados en este auditorio tras una temporada que de nuevo ha puesto el listón muy alto.
No hace falta leer críticas de los conciertos de esta nueva figura del piano, aunque repita programa, muy preparado lógicamente, para ver que el coreano deslumbra en todas sus apariciones. Dotado de una técnica asombrosa que le permite arrancar del piano todas las sonoridades imaginables adaptadas a cada compositor, solidez interpretativa en un solista que no ha cumplido la treintena aunque lleve desde los 6 años frente al teclado, y parece increíble cómo puede pasar del romanticismo al impresionismo con una facilidad pasmosa. Seong-Jin Cho ya está en la élite de los pianistas de nuestro tiempo, música a borbotones desde una gestualidad tanto digital como corporal que le transforma frente al teclado. Encogido, separado, girado en la banqueta, de pies inquietos pero con un manejo de los pedales impecable, interiorización previa, con una gama de matices increíble desde una aparente fragilidad física sacando fortissimi orquestales y pianissimi íntimos, madurez juvenil de fraseos naturales y naturales, pero sobre todo su sonido bellísimo y tan trabajado que el Steinway© del auditorio sonó como nunca, sin castañeteo en los agudos y con graves poderosos que dotaban cada página de una pátina indescriptible por la mencionada magia del surcoreano.
Las notas al programa de Ramón Avello desgranan las obras de los tres compositores y Cho las convirtió en magia sonora al piano. Sonaría primero Johannes Brahms (1883-1897) y sus líricas e instrospectivas Klavierstücke, op. 76 (1878) que fueron la mejor presentación del surcoreano, eligiendo cuatro de las ocho piezas (I. Capriccio en fa sostenido menor. Un poco agitato; II. Capriccio en si menor. Allegretto non troppo; IV. Intermezzo en si bemol mayor. Allegretto grazioso; V. Capriccio en do sostenido menor. Agitato, ma non troppo presto) donde poder volcar toda su creatividad tanto sonora como interpretativa en estas «piezas para piano» que alternan la emoción apasionada con la meditación y delicadeza. Como explica Avello sobre Brahms, utiliza dos nombres como títulos genéricos, «Capriccio» e «Intermezzo» para dicha diferenciación expresiva, cuatro números mágicos desde la primera dedicatoria a Clara Schumann, «el fantasma del auditorio» que no quiere marcharse, al popular segundo capricho donde se respira aire zíngaro, del interiorizado cuarto donde la gestualidad del surcoreano acompañaba una expresividad germana, hasta rematar con esa lucha entre la tensión violenta y la inestable serenidad de dos manos que sonaban como cuatro, siempre usando una pedalización perfecta para poder escuchar todas y cada una de las notas con la presencia y volumen justos.
Y casi complemento de la primera, la segunda parte dedicada a Robert Schumann (1810-1856) y sus Estudios sinfónicos, op. 13 (1834-1835) donde también incluirá dos de las variaciones póstumas escritas en 1837 (1. Tema. Andante; 2. Variación 1: Un poco più vivo; 3. Variación 2; 4. Étude 3: Vivace; 5. Variación 3; 6. Variación 4; 7. Variación 5; 8. Variación IV de Variaciones póstumas; 7. Variación 6: Allegro molto; 8. Variación 7; 9. Variación V de Variaciones póstumas; 10. Étude 9: Presto possibile; 11. Variación 8; 12. Variación 9; 13. Finale. Allegro brillante). El «piano chistera» volvió a expulsar todo lo que estas páginas esconden, temas velados que aparecen mágicamente, unos bajos «pellizcados» para que la melodía emerja como un ruiseñor de semicorcheas celestiales, otro fantasma como el de Paganini donde el piano es violín y orquesta virtuosa, arpegios y corales organísticos de reflexión mística, la cuarta variación póstuma de un recordado «Carnaval» saliendo de la caja armónica, la séptima variación evocando al «dios Bach» transmutado a las 88 teclas cual orquesta sinfónica donde las secciones están en las blancas y negras que lograban sonar siempre ricas, limpias, atmosféricas, líricas y contundentes, todo en el piano mágico de Cho.
Pero quiero pararme en Maurice Ravel (1875-1937) por lo etéreo, evanescente, rompedor en su momento, más allá del «impresionismo» de Debussy porque como buen orquestador que fue, su paleta instrumental ya se nota en su obra pianística, y ninguna mejor que Miroirs (Espejos) compuesta entre 1905 y 1906, cada vez más actual cuando se acierta con el sonido, y Seong-Jin Cho fue mago y pintor de timbres todos bellos, variados, ricos, inimaginables en todo el teclado, que personalmente intenté buscar por internet alguna ilustración (como las de mi admirado Jorge Senabre) que completasen lo experimentado tras la interpretación de este «juego de espejos» del hispanofrancés a cargo del surcoreano que estudió en París, más salitre cantábrico que mediterráneo aunque no estaría mal escucharle interpretar a Mompou.
Cinco cuadros de un joven compositor pintados por otro joven pianista, «el intento de captar el alma o la visión de las cosas que vive detrás de las apariencias» en palabras de Ramón Avello, y cinco dedicatorias a los amigos de Ravel integrando en «Los Apaches». Como si de una acuarela se tratase por la ligereza del trazo, mezclando el color sobre el papel, retocando a veces con tinta china, manchas y líneas, así fue creando Seong-Jin cada obra en un personal «promenade» también gestual: I. Noctuelles (Polillas). Trèsléger, como el vuelo hacia la luz en un baile sin danzantes; II. Oiseaux tristes (Pájaros tristes). Trèslent, dedicada a nuestro Ricardo Viñes que estrenaría estos «espejos», aire mediterráneo y melancólico en el París centro artístico de inicios del XX donde el canto del mirlo parecía recordar la Iberia trasmontana; III. Une barque sur l’océan (Una barca en el océano). D’un rythme souple, de nuevo el Cantábrico de trazo ligero, colores dibujados en modo menor para descubrir un oleaje de arpegios pintados al piano; IV. Alborada del gracioso. A ssezvif, lo más español desde la infancia raveliana en Ciboure y San Juan de Luz, la pasión vasca desde un piano guitarrístico, pleno de ritmo, de profundidad sonora tan «ibérica» como la de Albéniz y esperando también un acercamiento de Cho a la «biblia del de Campodrón» porque puede ser todo un acontecimiento; finalmente V. La vallée des cloches (El valle de las campanas). Très len, un piano pleno de tímbricas más allá de las indicaciones de la partitura, la tranquilidad expresiva del surcoreano en otro alarde mágico de sonoridades sutiles, llenas, redondas, que remataron un Ravel más allá de lo esperado.
Y tras Brahms, Ravel y Schumann, aplausos de admiración y respeto obligando a varias salidas del pianista con dos propinas que tiene registradas en su último CD «The Handel Project» editado con el sello amarillo, y engrosando un plantel de jóvenes intérpretes que ya son figuras mundiales.
Un Händel tan sorprendente como el Purcell de Don Gregorio, la vuelta de tuerca por retornar para el piano el universo barroco y la inspiración del hamburgués. Primero el IV. Menuet de la Suite en si bemol mayor, HWV 434 en el arreglo de W. Kempff, uno de mis intérpretes de juventud, y después el IV. Air de la Suite en mi mayor, HWV 430, no ya magia del número 4 que cierra las suites, el propio contraste de dos páginas que el piano de Cho reinterpretó con unas ornamentaciones limpias y precisas, matizadas, sutiles, sin excesos dinámicos y utilizando el piano como tal sin buscar imitaciones clavecinistas, cercano y actual solo al alcance de los magos del piano, y Seong-Jin Cho ya lo es.












